José Luis Pinilla
Horizontes abiertos y presidente de CONFER-ALCALA. Grupos Loyola

Cuando el viento sigue soplando dentro


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Después de publicar mi anterior reflexión, ‘Asumir las pasividades’, varios amigos y lectores me han escrito con cariño. Algunos, preocupados. Otros, conmovidos. Algunos me preguntaban si estaba triste, enfermo o desanimado. Y me ha parecido justo responder.



No, no estoy triste. Tampoco enfermo. Solo más lento, más callado y —si me apuran— más agradecido.

Aquel texto nació en una tarde de silencio, de esas en las que el cuerpo duele un poco y el alma se vuelve más transparente. Pero no era una elegía. Era un intento —quizás torpe— de aprender el idioma nuevo de la esperanza: ese que se habla cuando ya no se corre, sino que se contempla.

El viento no se ha ido

Decía en aquel artículo que, al llegar cierta edad, la vida nos enseña el arte de dejarse hacer, como quien suelta el remo y se deja empujar por un próspero viento.

Pues bien: ese viento sigue soplando.

No se ha detenido. Ahora lo siento menos en el rostro y más en el pecho.

Ya no me empuja hacia afuera, sino hacia dentro. Y si sigo queriendo que sea huracán, ese viento me responde soplando, benditamente, en la oración breve, en la conversación pausada, en el agradecimiento que se hace costumbre.

A veces el Espíritu no mueve las velas de las grandes travesías, sino que hincha los pulmones del alma, dándonos un aire nuevo incluso en medio de los límites.

La fecundidad silenciosa

Muchos confunden la pasividad con la esterilidad, y lo entiendo: vivimos en tiempos que solo valoran lo que produce. Pero el Evangelio nos habla también de la tierra en reposo, del grano escondido, del invierno fértil.

Sigo aprendiendo que en la quietud también se gesta vida: la paciencia, la ternura, la compasión.

Ya no siembro proyectos, pero me dejo sembrar.

Y en ese abandono hay una fecundidad secreta que no necesita demostrar nada.

Me basta con estar y bendecir. Decir bien.

Con mirar el mundo y decirle, aunque sea con un hilo de voz: “Sigue, que todo tiene sentido”.

Dios no se jubila

Sigo creyendo que Dios no se cansa de empezar.

Cada amanecer me lo recuerda: incluso en los cuerpos cansados, el Espíritu inaugura mundos.

La pasividad que antes me inquietaba mucho más, hoy se me va revelando como la otra cara de la confianza.

Porque dejarse hacer por Dios no es renunciar: es abrir espacio a su creatividad paciente.

He visto ancianos que ya no pueden caminar, pero que bendicen con sus manos temblorosas.

He visto miradas donde brilla una luz que ya no es de este mundo.

Y he sentido que, mientras todo parece detenerse, el Reino sigue avanzando desde lo invisible. Como me hablaba una gran mujer, familiar cercana, al recordar sus embarazos.

Cielo Amanecer

La esperanza no envejece

No hay arrugas en la esperanza.

Podrán doler las rodillas o fallar la memoria, pero el corazón conserva su juventud cuando se deja sorprender.

La alegría —esa forma humilde de resurrección cotidiana— sigue brotando en los lugares más pequeños: una taza de café compartida, la brisa de la tarde, una llamada inesperada.

En realidad, lo que envejece no es la vida, sino el miedo.

Cuando el alma se entrega, rejuvenece.

Y cuando aprende a soltar, se vuelve ligera.

He visto volar a muchos mayores sin moverse del sitio.

El oficio de la esperanza

En ‘Asumir las pasividades’ hablaba del “oficio de la quietud”.

Hoy quisiera añadir otro: el oficio de la esperanza.

Consiste en seguir creyendo, día a día, que el amor todavía tiene algo que hacer en nosotros.

No se trata de esperar sin hacer nada, sino de esperar activamente, con los ojos abiertos y el corazón dispuesto.

Porque incluso cuando ya no podemos remar, podemos seguir soplando velas.

Y mientras quede aliento, podemos seguir empujando el mundo entrecortadamente con un suspiro, una sonrisa o una oración.

Epílogo

No, no estoy triste. Estoy aprendiendo.

No he dejado de servir: solo he cambiado de herramienta.

Ya no sostengo el remo: sostengo el aliento.

Y mientras el próspero viento siga soplando —a veces fuerte, a veces suave— seguiré navegando con Él, con la esperanza como timón y la ternura como vela.

Porque al final, lo que queda no es la pasividad, sino el amor que sigue haciéndolo todo.