Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Jerónima de la Asunción, la mujer fuerte que pintó Velázquez


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Una de las grandes figuras femeninas de la expansión misionera de la Iglesia, si bien más conocida fuera que en su propia tierra, la venerable Jerónima de la Asunción se yergue imponente en la historia de la evangelización del Extremo Oriente como la primera misionera y fundadora clarisa, un mérito que, para sus contemporáneos como Bartolomé de Letona (1662), la colocaba al nivel de los más grandes santos misioneros franciscanos en las Indias, como Francisco Solano en Perú o Sebastián de Aparicio en Nueva España. La aventura de esta mujer en tierras asiáticas es tan apasionante como complicada.



Nacida en Toledo el 9 de mayo de 1555 como Jerónima Yáñez de la Fuente, hija del licenciado Pedro García Yáñez y de doña Catalina de la Fuente, la vocación religiosa la condujo al monasterio de franciscanas clarisas de Santa Isabel de los Reyes de su ciudad natal, donde ingresó en 1570. Allí permaneció durante cincuenta años, forjando una reputación de virtud poco común que trascendía las murallas de la Ciudad Imperial.

Amor a Dios y al prójimo

Antes de emprender su viaje definitivo a Filipinas en 1620, a la respetable edad de 66 años -de aquellos tiempos-, la Madre Jerónima era ya reconocida por su estricto ascetismo, según el estilo de la época: durante 22 años no tuvo otra cama que el coro, su única camisa era un áspero cilicio de cardas, y su dieta ordinaria consistía en hierbas por más de 20 años, un testimonio de su profundo amor a Dios y caridad con el prójimo. Además de su rigor penitencial, demostró ser una mujer de carácter indomable, destacando como escritora mística y poetisa, pero, sobre todo, por su tenaz fidelidad al carisma fundacional de la Orden, viviendo y defendiendo la Regla primitiva de Santa Clara hasta el final de sus días.

La semilla de su vocación misionera y fundacional, cultivada desde un hogar con honda preocupación por la evangelización, brotó definitivamente en 1598 o 1599 a raíz de un encuentro fortuito en Toledo con Fr. Diego de Soria, dominico y misionero en Filipinas, quien comunicó la imperiosa necesidad de establecer un monasterio en Manila para acoger a las jóvenes criollas, descendientes de los conquistadores españoles. La joven Sor Jerónima se ofreció de inmediato para llevar a cabo la fundación. Este primer ímpetu fue reafirmado y ampliado mediante contactos con otros misioneros, como los franciscanos Pedro Matías, Luis Sotelo, José de Santa María, y el influyente procurador de Manila, don Hernando de los Ríos Coronel. Su visión se extendió más allá de Filipinas, sintiéndose llamada a evangelizar no solo las Islas, sino los reinos de China y Japón, e incluso “todos estos reinos de infieles”, impulsándola no solo a misionar, sino a desear “mucho a padecer por su amor y por la conversión de los infieles” y a dar su vida y sangre por esta causa.

Emprendedora nata

Consultó la viabilidad de su proyecto con numerosas personas de reconocida prudencia, tanto dentro como fuera de la Orden Franciscana, incluyendo a varios Ministros Generales (Arcángel de Medina, Juan del Hierro, Antonio de Trejo y Benigno de Génova) y al Comisario general de Indias, P. Juan Venido, recibiendo siempre unánime apoyo. Para Jerónima, su misión no se oponía a su vida monástica, sino que se integraba perfectamente a través del testimonio contemplativo, la formación de comunidades interraciales y el amor activo a los más necesitados. Esta convicción estaba anclada en su adhesión a la Primera Regla de Santa Clara (la personal, aprobada por Inocencio IV en 1253), que había descubierto y guardado en secreto desde joven, a pesar de que su monasterio de origen se regía por la Regla mitigada de Urbano IV. Su propósito era fundar una comunidad que observara esta Regla sin mitigaciones ni paliativos.

Jerónima de la Asunción

Jerónima de la Asunción

El viaje de la fundadora se concretó tras 22 años de arduas negociaciones, obteniendo el licenciado Hernando de los Ríos Coronel las licencias necesarias en octubre de 1619. Se reclutó un grupo fundacional que incluía a la Madre Jerónima, junto a Leonor de San Francisco y Ana de Cristo de su propio monasterio de Toledo; Magdalena de la Cruz y Magdalena de Cristo de Cubas de la Sagra; y María de la Trinidad de Belalcázar. Se unieron también dos seglares que tomarían el hábito más tarde: Juana Jiménez (que sería su secretaria) y Luisa. El grupo partió de Toledo a Sevilla en abril de 1620 y de allí a México, donde se hospedaron en el convento de clarisas de La Visitación, al que se unieron Sor Leonor de San Buenaventura y Sor María de los Ángeles.

Encargo juvenil

El retrato que de ella conservamos, conocido como “La venerable madre Jerónima de la Fuente”, es una obra temprana y fundamental de Diego Velázquez, pintada en Sevilla en 1620. La pintura fue realizada en un momento crucial, cuando la religiosa se detuvo en la ciudad andaluza antes de embarcarse en su misión definitiva hacia Filipinas. Con Velázquez contando con apenas 21 años, el encargo fue concebido como un recuerdo de la Madre Jerónima para su convento de origen. Jerónima aparece vestida con el hábito franciscano y sostiene los atributos de su devoción y rigor: un crucifijo y un libro de oración o de Reglas, enfatizando su estricta adhesión al carisma primitivo.

La versión más famosa, que se conserva en el Museo del Prado de Madrid, incluye en su parte superior la inscripción en latín ‘Bonum est prestolari cum silentio salutare Dei’ (‘Bueno es esperar en silencio la salvación de Dios’). De la obra existen al menos dos versiones significativas, ambas procedentes del convento toledano, una de las cuales, la del Prado, se ha convertido en un testimonio magistral de la habilidad de Velázquez para capturar la dignidad y la fuerza psicológica de sus modelos en su etapa sevillana.

Desde Acapulco

El comisario general de Nueva España, P. Diego de Otálora, autorizó en febrero de 1621 a estas diez religiosas para que hicieran la profesión de la Primera Regla. La expedición zarpó de Acapulco, sufriendo la pérdida de sor María de la Trinidad en la singladura. Finalmente, el 24 de julio de 1621, pisaron suelo filipino en Bolinao, Pangasinan, e hicieron su entrada triunfal en Manila el 5 de agosto, siendo recibidas con gran alborozo.

La realidad que encontró Jerónima era un archipiélago que apenas cumplía medio siglo de colonización y evangelización sistemática, con una población cristiana de más de 500.000 habitantes (90% del total) y una reducida pero volátil población española (cayendo a solo 500 personas en 1630). La colonia, que dependía del Galeón de Manila y del situado mexicano, se encontraba en un estado de sobresalto continuo: amenazada exteriormente por corsarios ingleses y holandeses que buscaban interrumpir la conexión con Nueva España; e internamente por sangrientas sublevaciones indígenas y chinas, como las de 1603 y 1639, que se saldaron con la muerte de decenas de miles de chinos a manos de los españoles y la destrucción de iglesias.

A esto se sumaban los estragos periódicos de terremotos demoledores (siendo el de 1645 especialmente devastador) y tifones, haciendo de Filipinas un lugar de breves prosperidades seguidas de profundas depresiones. Los franciscanos, llegados en 1578, se dedicaban a la evangelización de Luzón, gestionando también hospitales, pero la Provincia de San Gregorio Magno sufría sus propios conflictos internos entre descalzos y observantes, y con las injerencias de los comisarios generales de América.

La llegada a Manila

La fundación en Manila no fue menos turbulenta. Tras alojarse brevemente en casas temporales y en el convento franciscano de Nuestra Señora de Loreto, donde las dos novicias profesaron, la precariedad y el aislamiento llevaron al oidor Jerónimo de Legazpi a intervenir. Obligó a la patrona, Doña Ana de Vera, a desalojar su propia casa y a cumplir la donación de una rica hacienda de ganado, permitiendo a las religiosas establecerse y nombrar el convento de la Purísima Concepción de Monjas Descalzas de Santa Clara. El 18 de noviembre de 1621, se celebró el acto histórico de la profesión de la Primera Regla por la Madre Jerónima y sus hermanas en manos del Provincial P. Pedro de San Pablo, y poco después, el 31 de octubre, se admitió a las tres primeras jóvenes manileñas de alta sociedad (como Sor Ana de Jesús), iniciando formalmente la vida de la Segunda Orden en Asia, un grupo que crecería hasta 33 religiosas en pocos años.

El primer paso de la Madre Jerónima, en plena coherencia con la Regla, fue despojarse de la rica hacienda donada, rechazar la dote como condición de ingreso y prohibir la presencia de criadas o esclavas, un estilo de vida que impactó a la sociedad pero que pronto encontró una doble oposición. Los primeros y más duros conflictos surgieron con la propia jerarquía franciscana. El P. Pedro de San Pablo, su protector, fue destituido en 1622. Sus sucesores, el P. Blas de la Madre de Dios y especialmente el P. Juan Bautista Fernández, desaprobaron la venta de la hacienda y, apelando al sentido común y la experiencia, aconsejaron a Jerónima recibir propiedades y dotes para asegurar el futuro del monasterio, además de permitir criadas para ayudar a las monjas ancianas.

Perfección y pobreza

La fundadora se mantuvo firme, declarando su obligación de “guardar exactamente la perfección y la pobreza de nuestra Regla”, convencida de que “Dios nos sustentará”. Ante su inquebrantable resistencia a ceder “un punto ni una tilde”, los franciscanos la acusaron de terca y utópica, de quererlo “todo a milagritos”, a lo que Jerónima replicó con indignación que no había venido a imitar a los santos de Manila sino a San Francisco y Santa Clara de Asís, y que acudiría al Papa si fuera necesario, como lo hizo Santa Clara por el voto de la pobreza.

El conflicto escaló a la coacción: el 10 de mayo de 1623, el Provincial P. Juan Bautista Fernández, contraviniendo la legislación que aseguraba la abadía a la fundadora por veinte años, la despojó del cargo y nombró abadesa a Sor Leonor de San Francisco. La Madre Jerónima aceptó el despojo con paz interior, pero opuso una “fuerte y santa” resistencia a la pretensión de mitigar la Regla, recurriendo al Rey y a los Comisarios Generales de Indias y Nueva España. El Comisario General de Indias, P. Juan Venido, la respaldó firmemente en 1624, desautorizando a los provinciales y animándola a “no cansarse de resistir con valor”.

Firmeza monacal

A pesar de ser restituida por el siguiente provincial, P. Miguel Soriano (1625), este continuó interfiriendo en los asuntos internos, lo que llevó a la Madre Jerónima a negarse a tolerar tales intromisiones. Su firmeza fue castigada por el Provincial con la lectura de una excomunión mayor latae sententiae, privando a las religiosas de la comunión, una coacción que solo cesó con la llegada del gobernador Juan Niño de Tabora. El comisario general de Nueva España también censuró la actitud de los provinciales de Manila, recordando que las religiosas tenían más experiencia de su Regla que ellos.

El segundo frente de oposición provino de las autoridades civiles y las clases sociales influyentes. El provisor de la diócesis intentó declarar nula la toma de hábito de las primeras jóvenes, siendo ignorado por la Madre y respondiendo con la fijación de una cédula de excomunión. Los sectores económicamente poderosos y posibles candidatos matrimoniales se opusieron a la admisión de jóvenes ricas y hermosas, alegando que esto atentaba contra la seguridad, el desarrollo demográfico y la prosperidad económica de la colonia. Jerónima, negándose a “poner cortapisas a Dios”, recurrió al Rey, solicitando apoyo y lamentando que “infinitas niñas… huérfanas” no pudieran entrar, aunque sus padres y abuelos hubieran conquistado la tierra a costa de sus vidas.

Testimonio visible

El aislamiento y la oposición no doblegaron su voluntad; se reafirmó en sus posturas, convencida de que “la virtud de Dios me ha de ayudar… y se ha de hacer un convento de cien monjas”. En cuanto a la admisión de jóvenes nativas, aunque Jerónima no vio inconveniente en ello y las consideraba cualificadas, parece que solo aceptó a algunas mestizas, declinando aceptar a las nativas para evitar “males mayores” en un contexto de fuerte resistencia social, una limitación que persistiría tras su muerte. El proyecto de la Madre Jerónima era, no obstante, un testimonio visible para los gentiles de la vida dedicada al verdadero Dios.

Tumba en Filipinas de Jerónima de la Asunción

Tumba en Filipinas de Jerónima de la Asunción

Consumida por el rigor de su vida ascética y las pruebas de la fundación, la Madre Jerónima de la Asunción murió en Manila el 22 de octubre de 1630, a los 75 años. Al presentir el final de su recorrido terreno, el 22 de octubre de 1630, la Madre Jerónima pidió que una cruz de ceniza en el suelo marcara su lecho final. Con las Siete Palabras de Cristo resonando en la celda y al conjuro: “Veni, electa mea, ven escogida mía”, dejó este mundo. Era el martes 22 de octubre de 1630, a las cuatro de la mañana. La ciudad entera se conmovió con la noticia; gentes de toda condición se congregaron en el convento, elevando sus voces en aclamación a la santa. Su sepelio fue un evento de gran solemnidad, honrado por la presencia de las más altas autoridades eclesiásticas y civiles de Filipinas.

Sor Jerónima fue una mujer de hierro que, a sus 66 años, desafió el Atlántico y el Pacífico para llevar la fe a Asia. Fundadora del primer convento femenino en todo Extremo Oriente, estableciendo un legado espiritual que perdura. Su imponente figura quedó inmortalizada para siempre por el genio de Diego Velázquez, que intentó reflejar a través del pincel la fuerza interior de esta mujer extraordinaria.