He leído desde muy joven el ‘Cántico Espiritual’ de san Juan de la Cruz y, en tiempos de incertidumbre, vuelvo a él como el ciervo sediento de amor y sosiego. “¿Dónde te escondiste, amado?”. Tras una búsqueda insaciable, en la estrofa quince, parece que entra en trance y, como en una ocasión dijo el frailecillo Juan a sus hermanos, no hemos venido a ver, sino a no ver. Hagamos una pausa. Entonces, llega como en un hondo suspiro la música callada… la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
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A veces, en esa soledad tan sonora que vivimos, no existe la noche sosegada, ni la música que te acune en un sueño reparador, porque la mente, esa loca de la casa, no deja de dar vueltas y vueltas como un molino de piedra que tritura todo, hasta la esperanza. Entonces, solo queda la oración del corazón. Sin pensar, al ritmo de la respiración: “Jesús misericordioso, ten compasión de nosotros”. Ya sé que la oración dice “ten compasión de mí”. Pero hace mucho tiempo, cuando me hice más consciente de la oración que el Señor nos enseñó, siempre mi oración es fraterna, es un ‘nosotros’.
El ‘nosotros’, la vida comunitaria, es lo que más necesitamos, la urdimbre que nos da consistencia en las soledades de este mundo tan aisladamente habitado, en esta sociedad tan llena de cosas tan innecesarias, que no hacen más que delimitar el vacío, pero nunca nos acaban de llenar. El ‘nosotros’ es el Cuerpo de Cristo, partido y repartido, donde uno es mano, el otro es pie, ojos, oídos… tan necesarios los unos para los otros, y ahora más que nunca. Somos una diversidad unificada.
Necesitamos ser y sentirnos su Cuerpo, para que no nos creamos más que nadie, para que pongamos lo mejor de nosotros mismos al servicio de todos, especialmente de aquellos que, sin decir nada, nos lo están pidiendo a gritos.
Conocemos de sobra el dicho “andan como ovejas sin pastor”, pero nos cuesta cambiar lo que siempre hemos hecho, la inercia secular que nos impide salir de ese espacio de bienestar que nos cobija, como pastor en su cabaña hasta que pase la oscuridad y la tormenta, pero quizás es demasiado tarde. Somos pastorcicos penando, que dedicamos tanto tiempo a la oveja que está en el redil que olvidamos a las noventa y nueve que se han perdido entre los riscos y zarzales. Y, algunas veces, la del aprisco siente envidia si te asomas a la valla o das unos pasos en busca de las otras.
¡Ay! Soledad sonora, abre Señor ya la puerta, para entrar en tu casa, a esa cena que recrea y enamora. ¡Ánimo y adelante!

