Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Burundi: una fraternidad más fuerte que la muerte


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Acostumbrados como estamos a historias de persecución religiosa y martirio -no hay que irse a tiempos lejanos, se habla de 1600 mártires cristianos de diferentes confesiones solamente en lo que va de siglo XXI- parece que es difícil ya asombrarnos a dónde pueden llegar los límites de la crueldad humana y, por otro lado, los de la fe humilde que consigue responder con el perdón. Sin embargo la vida no deja de sorprendernos, como en el caso que he querido recordar hoy, pues habla de un amor heroico en un clima social convulso.



Burundi es un país del tamaño de una provincia del nuestro, con una población de 6 millones de habitantes pertenecientes a tres etnias diferentes: hutus (85 %), tutsis (14 %) y twa (1 %). El idioma nacional es el kirundi. El 75 % de la población se profesa católica, el 24 % protestante, mientras que el resto son musulmanes y animistas.

Profundas tensiones

La “Suiza de África” (como se consideraba antiguamente a Burundi) se vio atravesada en los años noventa por profundos y sangrientos enfrentamientos tribales, que enfrentaron a la etnia mayoritaria hutu con la minoritaria tutsi en una guerra que duró del 1993 al 2005. La guerra civil fue un conflicto largo y sangriento marcado por profundas tensiones étnicas y políticas entre los grupos mayoritarios hutus y los tutsis. El conflicto tiene raíces en la historia del país, donde tras la independencia en 1962, se intentó mantener un equilibrio de poder entre ambas etnias. Sin embargo, tras golpes de estado y dictaduras militares, los tutsis comenzaron a monopolizar el poder, lo que generó resentimientos y revueltas por parte de los hutus. En 1972 y 1973, ocurrieron genocidios y masacres brutales, con la muerte de entre 80.000 y 210.000 personas, principalmente hutus por parte del régimen tutsi.

Tumba de los seminaristas mártires de Burundi

Tumba de los seminaristas mártires de Burundi

El conflicto se intensificó con las primeras elecciones multipartidistas en 1993, en las que ganó Melchior Ndadaye, un hutu, convirtiéndose en el primer presidente hutu del país. La victoria de Ndadaye fue vista como un cambio radical, pero también provocó tensiones, ya que los tutsis, que controlaban la mayoría del poder militar y político, se sintieron amenazados. Poco después, en octubre de 1993, un golpe militar con apoyo de oficiales tutsis llevó al asesinato de Ndadaye, desatando una ola de violencia generalizada entre ambos grupos.

Represalias y masacres

Tras el asesinato de Ndadaye, Burundi entró en un ciclo de violencia interétnica, con masacres, persecuciones y enfrentamientos armados. Grupos rebeldes combatían contra las fuerzas gubernamentales tutsis, mientras que la población civil sufrió los efectos de la guerra y la inseguridad. La violencia se convirtió en un ciclo de represalias y masacres que cobraron la vida de aproximadamente 300.000 personas a lo largo de los años.

Hay que recordar que esto ocurrió en un país que es cristiano en un 99 % y católico en más del 75 %. A diferencia de otros conflictos donde la religión divide a los bandos, en Burundi tanto hutus como tutsis eran en su mayoría cristianos, sobre todo católicos. Esto significó que la violencia no se daba entre religiones diferentes, sino entre hermanos de una misma fe. Esa realidad dejó una herida espiritual muy honda: los mismos que compartían la misa, el bautismo y la oración, podían después enfrentarse y matarse bajo el peso de las tensiones étnicas y políticas.

Iglesia interpelada

En este contexto, la Iglesia se vio interpelada. Hubo momentos de gran oscuridad, cuando algunos líderes religiosos fueron acusados de guardar silencio o incluso de favorecer a un grupo étnico sobre otro. No faltaron también comunidades que se fracturaron bajo la presión de la violencia. Sin embargo, junto a esas sombras, surgieron testimonios luminosos de fe que mostraron el verdadero rostro del cristianismo como fuerza de unidad y reconciliación.

El 30 de abril de 1997, en Buta, al sur de Burundi, cuarenta seminaristas fueron masacrados en nombre de la amistad y la fraternidad que querían defender a toda costa, ofreciendo así un valioso testimonio para nuestro tiempo, aún caracterizado por la división étnica, el odio racial y la discriminación.

Derribar fronteras

Era inevitable que la situación de todo el país se reflejase también en las escuelas y seminarios, con una rígida división en estos útimos de los dormitorios, los espacios de juego y las aulas entre las dos etnias. Mientras que muchos instituciones educativas tuvieron que cerrar sus puertas debido a las fuertes tensiones interétnicas, el Seminario Menor de Buta, en la diócesis de Bururi, se convirtió en una excepción en el país y un ejemplo concreto de convivencia pacífica, gracias al nuevo rector, don Zacharie Bukuru, llegado de sus estudios de teología en Europa, que se esforzó por derribar las fronteras y crear un clima de amistad entre los estudiantes. Su sabio acompañamiento espiritual consiguió poco a poco superar el clima de odio y venganza que se respira por todas partes. Junto a los demás profesores, trabajaron para unir a los seminaristas, haciendo que todas las actividades se realizaran en grupo: la oración, la danza tradicional, el trabajo en la granja, el deporte.

Mural de los seminaristas mártires de Burundi

Mural de los seminaristas mártires de Burundi

El rector explicaba a los chicos la historia de Burundi, haciéndoles comprender que los hutus y los tutsis eran tanto víctimas como culpables. Después de sus charlas, dejaba amplio espacio para el debate, con el fin de extinguir cualquier posible signo de intolerancia. Los seminaristas mismos pidieron no dividir los dormitorios por etnias porque se sentían todos hermanos, no por la sangre sino por algo más fuerte y definitivo, porque eran todos hijos de Dios.

Entusiasmo juvenil

Después de las vacaciones, del 20 al 24 de abril de 1997, la clase del segundo ciclo de Humanidades, como cada año, realizó un retiro de discernimiento vocacional con los miembros del Foyer de Charité de Giheta. Al final del retiro, los chicos, llenos de alegría y gozo, solo tenían estas palabras en la boca: “Dios es bueno, lo hemos encontrado”. Llenos de entusiasmo juvenil. hablaban del Paraíso como si vinieran de allí, del sacerdocio con fuerte deseo de recibirlo para darse a los demás.

Algo muy fuerte pasaba por sus corazones: se daban cuenta, pero sin saber exactamente de qué se trataba. Tomaron la decisión de hablar de ello sistemáticamente a sus compañeros de manera formal, con el acuerdo de los superiores. Desde entonces rezaban, cantaban, bailaban, felices de haber descubierto un tesoro. La víspera de su muerte, conocedores de la carnicería que estaba ocurriendo en los alrededores, muchos no trabajaron, sino que rezaron y animaron a los que tenían miedo de morir, diciéndoles que era la única manera de llegar al cielo.

Ataque letal

Al amanecer del 30 de abril de 1997, hacia las 5.30 horas, cuando los seminaristas se estaban levantando y preparando para la misa de las 6.30, un grupo de varios cientos de hombres del Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia (C.N.D.D.), rebeldes hutus, liderados por una mujer, atacaron el seminario.

Así lo narra uno de los supervivientes: “Un grupo se dirigió hacia el presbiterio de los sacerdotes educadores, otro hacia los dormitorios. Después de disparar para asustarnos mientras subían las escaleras comunes, y de quemar camas y colchones, nos reunieron en la gran sala donde yo también dormía y nos ordenaron separarnos por etnias, hutus por un lado y tutsis por el otro.”

En aquel momento había doscientos cincuenta alumnos, divididos en dos dormitorios: uno para los chicos de entre trece y quince años y otro para los estudiantes de hasta veinticuatro años. Los militares entraron en el segundo dormitorio y, come hemos leído ordenaron a los chicos que se separaran según la etnia a la que pertenecían.

Morir juntos

Los milicianos armados solo querían matar a una parte, pero los jóvenes seminaristas se negaron categóricamente, prefiriendo morir juntos. Se tomaron de las manos, mientras algunos de ellos exclamaban: “Todos somos burundeses, todos somos hijos de Dios”. Entre los agresores había algunos muchachos jovencísimos, que temblaban más que los mismos seminaristas.

En ese momento, los agresores se abalanzaron sobre los chicos y los masacraron a tiros y granadas. Se oyó a algunos alumnos cantar salmos de alabanza, a otros hablar en su lengua materna diciendo: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Otros, en lugar de luchar o intentar salvarse, trataron de ayudar a sus hermanos agonizantes, sabiendo muy bien que así les esperaba el mismo destino.

‘Disparad a estos imbéciles’

Jolique Rusimbamigera, estudiante del Seminario de Buta, aunque gravemente herido, escapó de la masacre. Un año después dio el siguiente testimonio, que también se leyó durante la conmemoración ecuménica de los Testigos de la Fe del siglo XX presidida por el Papa Juan Pablo II el 7 de mayo de 2000 en el Coliseo: «Eran muchísimos, me parecieron cien. Entraron en nuestro dormitorio, el de las tres clases del ciclo superior, y dispararon cuatro veces al aire para despertarnos… Inmediatamente comenzaron a amenazarnos y, pasando entre las camas, nos ordenaron que nos separáramos, los hutus por un lado y los tutsis por el otro. Estaban armados hasta los dientes: metralletas, granadas, rifles, cuchillos… ¡Pero nosotros seguíamos agrupados! Entonces su jefe se impacientó y dio la orden: «Disparad a estos imbéciles que no quieren separarse». Los primeros disparos los hicieron contra los que estaban debajo de las camas… Mientras yacíamos en nuestra sangre, rezábamos e implorábamos perdón para los que nos mataban. Oía las voces de mis compañeros que decían: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Yo pronunciaba las mismas palabras en mi interior y ofrecía mi vida en manos de Dios.”

Después de la masacre, los rebeldes abandonaron el lugar. El rector pudo salir de su habitación y se dirigió directamente al lugar de la masacre, allí encontró una escena dantesca, con cuerpos destrozados, y escuchó a algunos de sus queridos estudiantes aún gritando en agonía. Se acercó a ellos, uno antes de morir le confió: “Padre, intentaron separarnos, pero no lo consiguieron”. Otro le dijo en su último suspiro: “La muerte llega, pero la victoria permanece”.

Vocación madura

Hubo una gran conmoción en todo el país y en muchos lugares del mundo. El Papa Juan Pablo II envió un mensaje de condolencias al obispo de la diócesis de Bururi, dirigido también a toda la Iglesia de Burundi en duelo. Los jóvenes pertenecían a las diócesis de Bururi, Bujumbura, Ruyigi y Gitega. Algunos de ellos habían madurado su vocación a través de la Acción Católica de sus parroquias, otros a través de diferentes movimientos.

En la ceremonia típica de aquella tierra de levantamiento parcial del luto, doce días después del ataque, el término “mártir” se utilizó por primera vez públicamente para describir a los estudiantes fallecidos, cuando el obispo local Bernard Bududira anunció su intención de construir un santuario dedicado a los “Mártires de la Fraternidad de Buta”.

Fin del luto

El 2 de mayo de 1998, el seminario de Buta celebró con solemnidad el fin del luto por los cuarenta seminaristas asesinados un año antes. Ese mismo día, el obispo de Bururi consagró la iglesia dedicada a María Reina de la Paz, ayudada a construir con donativos personales de Juan Pablo II, que conserva la memoria de aquellos jóvenes y rápidamente se convirtió en un centro de peregrinaciones.

Tres años después de la masacre, el rector Zacharie Bukuru decidió dar un nuevo paso en su recorrido vocacional, quizás influido por todo lo que había vivido en aquellos años en el seminario, y partió para convertirse en monje benedictino en la abadía de Sainte-Marie de la Pierre-qui-vire, en la Borgoña francesa. En 2004 regresó a Burundi para fundar el primer monasterio benedictino del país, a trescientos metros de la iglesia de María Reina de la Paz y de las tumbas de aquellos a los que sigue llamando “mis chicos”. El monasterio es hoy un espacio donde ambos grupos étnicos se encuentran para rezar juntos, recordando que la verdadera identidad que los une no es la de pertenecer a una etnia, sino la de ser cristianos.

Seminaristas de Burundi, en la actualidad

Seminaristas de Burundi, en la actualidad

El 21 de junio de 2019 en la Catedral de Bururi se abrió formalmente la fase diocesana del proceso de canonización de estos jóvenes seminaristas que el pueblo considera mártires. En la causa se incluyeron a Michel Kayoya, sacerdote y poeta burundés asesinado en Gitega en 1972, a los misioneros javerianos Ottorino Maule, Padre Aldo Marchiol, y la voluntaria Catina Gubert, los tres de nacionalidad italiana y asesinados en Buyengero en 1995. Fue un momento muy emotivo, pero también histórico porque es la primera causa de canonización abierta en Burundi.