Elegir la luz es un buen criterio de vida. En general. Pero con el tiempo, también vas descubriendo que no vale cualquier luz. He amado a personas luminosas que me llenaron de luz y cuando menos lo esperaba me deslumbraron; algunas incluso me dejaron a oscuras. He admirado proyectos luminosos que en algún momento del proceso generaron más sombras alrededor que la luz que regalaban. He creído algunas veces que había luz en mi donde solo había destellos, de esos que te ciegan y saben a hueco. Cuando uno mismo se da cuenta, casi siempre lo han notado ya los demás: los que te quieren te lo habrán dicho de algún modo y los que no, se habrán aprovechado de ello en tu contra.
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Con el cambio de estación, cambian los colores, los olores, las texturas y, sobre todo cambia la luz. Cada estación tiene su luz propia. Como nos ocurre a nosotros y a las diferentes etapas de la vida que atravesamos. De alguna manera, mudamos la piel (y la luz) como los ríos y los campos. Quizá más agostados, quizá más verdes, vamos cambiando. El cambio de luz modifica incluso nuestra percepción del tiempo. Salgo a la misma hora del trabajo, pero ahora es de noche y hace solo unos días parecía que quedaba mucho día por delante. Ya no. Y el reloj marca exactamente la misma hora.
Leía el otro día en un libro muy recomendable, por cierto, cómo un abuelo explica a su nieta pequeña lo que para él es una gran verdad: “todo cambia”. Y citaba la famosa frase que Platón atribuye al filósofo presocrático Heráclito: Panta rei. Suele traducirse por “todo fluye”, aunque nuestro personaje literario prefirió traducirlo como todo cambia. La frase termina diciendo “panta rei kai oudén ménei”, es decir, “nada permanece”. Y, como el abuelo de este relato, prefiero mi propia traducción: nada permanece igual, inmutable, pero sí, a la vez, hay cosas que permanecen, aunque nunca estén igual.
Últimamente intento vivir recordándome que de una y otra forma, la luz sigue atravesándolo todo, unas veces iluminando, otras deslumbrando, otras haciendo sombras y hay que elegir. Vivimos tomando decisiones sin parar. Decidimos quién somos y cómo nos tratamos; quién formará parte de mi vida y quien no; elegimos qué va a valer más y qué menos, qué quiero que se convierta en hábito y qué quiero que sea solo anecdótico.
A veces elegimos y no nos eligen y eso también hay que elegirlo, no solo aceptarlo con resignación, para que, al menos, el dolor no nos desdibuje o nos deje heridos e hiriendo. A veces las decisiones pasan por quedarse en la oscuridad un tiempo o en la soledad, que puede ser otro modo de penumbra. A veces decidir implica que no te entiendan, que te rechacen o te teman. A veces decidir te rodea de gente nueva que te acompañe y adula hasta que la siguiente decisión no les conviene. Y a veces te equivocas, por supuesto. Muchas veces. Pero vives. No viven por ti. Y eso no tiene precio. Con más o menos luz.