Una amiga, profesora de instituto, me escribe un mensaje y me comenta que “a veces cuesta mostrarse cristiano en la pública”, y añade “no sé si a ti te pasa”.
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Me hace pensar.
Le contesto: “Bueno, Jesús no iba por ahí diciendo que era el hijo de Dios: hablaba, hacía y punto”.
¿Adoctrinamiento?
En la Iglesia, de manera recurrente, compartimos voces que reclaman la presencia explícita de lo cristiano en la sociedad, el trabajo prioritario por el anuncio, la búsqueda de vocaciones, la defensa pública de los valores cristianos y la exigencia de una actitud apologética en los medios.
No niego la importancia de ninguna de estas cosas, pero en ocasiones nos cargamos de razones y elocuencia, y nuestros mensajes suenan huecos.
También convivo con ambientes de Iglesia en los que alegamos la necesidad de ser respetuosos, y evitamos ofrecer de manera abierta el evangelio por miedo al adoctrinamiento y al proselitismo. Creo que es buena la prudencia, pero quizá nos pasamos de tibios.
“El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lc 6,45).
Parece, por lo tanto, según plantea Lucas, que eso de ir de cristiano por el mundo tiene más que ver con un acto de conversión profunda, de cuidado del corazón y del espíritu; porque “un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin” (Sal 1,3).
Conviene sacudirse el polvo.
