Muchos pensarán que si tu padre es uno de los banqueros más influyentes -y ricos- de Estados Unidos, de importancia internacional y cuyo nombre abre puertas en los más altos círculos financieros, lo normal sea que tu vida transcurra entre lujos, viajes y comodidades, incluso siendo una persona sinceramente piadosa. Si creces viajando en un vagón privado de tren, rodeada de sirvientes y con acceso a una educación privilegiada, no surge espontáneo pensar que un día se despertará en ti el deseo de abrazar la pobreza total voluntaria ni mucho menos de vivir entre los más marginados.
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Y, sin embargo, la vida de Katharine Drexel es la prueba de que incluso en medio de la riqueza más deslumbrante puede germinar la semilla del Evangelio como opción radical de vida. Lo hermoso es que no es la única en la historia de la Iglesia, es una de los muchos que en Cristo han encontrado una nueva riqueza. Pero en su caso llama la atención por el modo cómo aprovechó su gran fortuna para hacer todo el bien posible.
Al servicio de los demás
Hablar de la familia Drexel en el siglo XIX era hablar de uno de los grandes imperios financieros de Estados Unidos. Francis Anthony Drexel, padre de Katharine, había hecho de su firma bancaria, Drexel & Co., un pilar de las finanzas del país. Desde Filadelfia, la familia no solo administraba fortunas privadas, sino que participaba en operaciones internacionales, contribuyendo al desarrollo de ferrocarriles, industrias y bancos que marcaron la expansión de la nación. Su apellido se pronunciaba en los mismos círculos que los Morgan, los Vanderbilt o los Carnegie, y era sinónimo de poder económico y de influencia social.
Pero si es cierto que la fortuna de Francis Drexel marcó la infancia de sus hijas, también lo es que el ambiente espiritual y caritativo en que fueron criadas las condujo a mirar el dinero con otros ojos. Pues lo que distinguió a los Drexel de otras familias acaudaladas no fue solo la abundancia de sus bienes, sino el modo en que la administraron. Tanto Francis como su segunda esposa Emma insistieron en que la fortuna debía ponerse al servicio de los demás, inculcando en sus hijas un sentido de responsabilidad social que con el tiempo resultó decisivo en el camino de Katharine.
Puertas abiertas
En el ámbito familiar, Emma Bouvier, la madrastra de Katharine, abría las puertas de la mansión familiar tres veces por semana para acoger a los pobres, darles alimento y asistencia. Francis, por su parte, a pesar de las exigencias de su vida financiera, nunca se acostaba sin dedicar media hora a la oración. Estos gestos, aparentemente sencillos, imprimieron en la joven Katharine una lección duradera: que la riqueza no era un fin en sí misma, sino un medio que podía ponerse al servicio de los demás.
Nacida en Filadelfia en 1858, su madre biológica murió poco después del parto, y fue Emma, mujer piadosa y de corazón generoso, quien asumió el cuidado y la educación de las tres hermanas y jugó un papel fundamental en su formación espiritual. La infancia de Katharine transcurrió entre tutores privados y un ambiente de refinamiento intelectual. La educación de Katharine fue exquisita, acorde a su posición social. Recibió instrucción privada en lenguas, literatura, ciencias y religión, y desde muy temprano cultivó el gusto por los viajes, visitando tanto el interior del país como Europa.
Sensible a las injusticias
Era una niña despierta, amante de la lectura y sensible a las injusticias. Con el tiempo, se convirtió en una joven que brillaba en los salones de la alta sociedad. Tuvo un debut social impecable, rodeada de atenciones, pretendientes y expectativas, como correspondía a la fortuna de su familia. Todo parecía augurarle una vida acomodada, quizá un matrimonio ventajoso, viajes por Europa y un nombre todavía más consolidado en las crónicas sociales de Filadelfia, ciudad muy elegante en aquel entonces.
Pero la vida, con su dureza, se encargó de mostrarle otro horizonte. Cuando Emma, su madrastra, enfermó gravemente, Katharine la cuidó con devoción durante tres largos años. Fue un proceso doloroso, en el que la joven heredera aprendió que ningún caudal de dinero podía detener el sufrimiento ni frenar la muerte. Aquel contacto cotidiano con la fragilidad humana fue una verdadera escuela interior. “Todo nuestro dinero no pudo salvarla del dolor”, recordaría más tarde. Esa experiencia marcó en ella un giro profundo: empezó a intuir que su vida debía orientarse hacia algo más que los privilegios de su apellido.
Contra los abusos
El despertar de su vocación se vio reforzado por sus lecturas. El libro “Un siglo de deshonra” de Helen Hunt Jackson, en el que se denunciaban los abusos cometidos contra los pueblos indígenas en Estados Unidos, la conmovió hondamente. Le dolió descubrir que en su propio país había comunidades enteras condenadas a la marginación, privadas de derechos y de futuro. No se trataba de historias lejanas: eran hombres y mujeres concretos, relegados por la indiferencia de la sociedad.
Ese interés se convirtió en compromiso activo durante un viaje a Europa. En una audiencia con el papa León XIII, Katharine le pidió que enviara más misioneros a las tierras de Wyoming, en apoyo al obispo James O’Connor, amigo cercano de la familia. La respuesta del pontífice fue tan simple como inesperada: “¿Y por qué no te conviertes tú en misionera?”. Esa pregunta quedó resonando en su interior como una llamada personal, difícil de ignorar.
Consagrar su vida
De vuelta en Estados Unidos, Katharine decidió conocer de cerca las realidades que tanto la conmovían. Viajó a las Dakotas y allí tuvo un encuentro inolvidable con el jefe sioux Nube Roja, símbolo de la resistencia de su pueblo. Escuchar de primera mano sus dificultades y anhelos reafirmó su convicción de que debía consagrar su vida a servir a quienes eran sistemáticamente olvidados.
En 1885, la muerte de su padre cambió radicalmente el escenario. Francis Anthony Drexel dejó a sus hijas una de las herencias más cuantiosas de la época. Cada una recibió alrededor de catorce millones de dólares, una cifra que, en términos actuales, equivaldría a varios cientos de millones. Las expectativas sociales parecían claras: con semejante fortuna, las hermanas Drexel estaban entre las mujeres más ricas del país y por lo tanto destinadas a convertirse en figuras prominentes de la élite estadounidense. Pero una vez más, la familia sorprendió. Elizabeth, la mayor, apoyó diversas iniciativas benéficas; Louise, la segunda, destinó grandes sumas a fundaciones educativas y hospitales; y Katharine, la más joven, decidió dar un paso mucho más radical. Para ella, la herencia no era un botín a disfrutar, sino una herramienta providencial para transformar vidas.
Con los marginados
Después de un largo discernimiento, guiada por conversaciones con el obispo O’Connor, Katharine tomó una decisión definitiva. En 1889 escribió con claridad: “La festividad de San José me brindó la gracia de entregar el resto de mi vida a los indígenas y a la gente de color”. La noticia corrió como pólvora. Los periódicos titularon con asombro: “¡Entrega siete millones!”. Aquella mujer joven, hermosa y rica, que podría haberse casado con un pretendiente de alta sociedad y disfrutado de la vida sin preocupaciones, había optado en cambio por consagrarse a los más marginados.
Tras tres años y medio de formación religiosa, fundó junto a un grupo de compañeras la congregación de las Hermanas del Santísimo Sacramento, dedicada específicamente a la educación y evangelización de indígenas y afroamericanos. El primer internado se abrió en Santa Fe, pero pronto siguieron muchas más fundaciones. Para 1942, la obra de Katharine abarcaba un sistema de escuelas católicas para afroamericanos en trece estados, cuarenta centros misioneros y veintitrés escuelas rurales. Su congregación levantó, además, cincuenta misiones para indígenas en dieciséis estados.
Sin miedo
El camino no fue fácil. Los segregacionistas veían con recelo y hostilidad cualquier iniciativa que buscara dignificar a afroamericanos e indígenas. Katharine y sus hermanas fueron objeto de amenazas, presiones políticas y hasta ataques violentos. En una ocasión, una escuela en Pensilvania fue incendiada por opositores a su labor. Pero nada de eso frenó su determinación, al contrario, cada dificultad reforzaba su convicción de que su misión respondía a una necesidad urgente y a un mandato de justicia.
Entre las amistades y colaboraciones que jalonaron su camino fue decisivo el encuentro con la Madre Francesca Cabrini, santa de la que ya hemos tenido ocasión de hablar, quien le aconsejó en cuestiones prácticas para lograr la aprobación de la Regla de su orden en Roma. Con visión amplia y profunda fe, Katharine entendió que no bastaba con abrir escuelas primarias: había que ofrecer también oportunidades de educación superior. De esa intuición nació su obra más emblemática: la Xavier University en Nueva Orleans, la primera universidad católica en Estados Unidos abierta específicamente para afroamericanos, que se convirtió en un faro de formación y liderazgo para generaciones enteras.
Por la igualdad
Cuando Katharine decidió fundar en Nueva Orleans la universidad, no estaba simplemente abriendo otra institución educativa en el sur de Estados Unidos; estaba desafiando de manera frontal un orden social profundamente marcado por la segregación racial y la exclusión. La década de 1920, cuando Xavier abrió sus puertas, era todavía un tiempo en que las leyes de Jim Crow separaban sistemáticamente a blancos y negros en los espacios públicos, y en que la idea de que los afroamericanos accedieran a estudios superiores resultaba, para muchos, inconcebible o incluso peligrosa.
En ese contexto, el gesto de Katharine tuvo un alcance mucho mayor que el académico. Significaba ofrecer a jóvenes afroamericanos la posibilidad de soñar con un futuro diferente, en el que no estuvieran limitados a los oficios más humildes ni condenados a permanecer en la periferia del progreso social. La universidad se convirtió en un faro, en un espacio donde podían formarse médicos, maestros, abogados, farmacéuticos y profesionales en distintas áreas, rompiendo la barrera de cristal que la sociedad les imponía.
Dignidad y talento
No se trataba únicamente de instrucción intelectual. Xavier University representaba un acto de reconocimiento: la afirmación de que la dignidad y el talento de los afroamericanos merecían un lugar legítimo en la mesa de la nación. El impacto se sintió de inmediato en Nueva Orleans, una ciudad con una historia compleja de tensiones raciales y culturales, pero también en todo el sur de Estados Unidos. Familias enteras veían en Xavier un símbolo de esperanza: por primera vez, sus hijos podían aspirar a una formación de calidad sin tener que salir al norte del país, donde aún así la discriminación continuaba siendo un obstáculo.
Con el tiempo, los frutos confirmaron su intuición. Xavier University no solo sobrevivió a los embates del racismo y de las dificultades económicas, sino que se consolidó como la única universidad católica históricamente negra de Estados Unidos. Su influencia se extendió mucho más allá de Nueva Orleans, formando generaciones de profesionales afroamericanos que, en campos como la medicina y la farmacia, llegaron a ocupar un lugar desproporcionadamente grande en relación con el tamaño de la institución.
Oración y contemplación
A los 77 años, un infarto obligó a la Madre Drexel a retirarse de la actividad pública. Muchos pensaron que su historia llegaba a su fin, pero en realidad comenzaba otra etapa, más silenciosa y no menos fecunda. Durante casi veinte años vivió retirada, entregada a la oración y a la contemplación. Desde una pequeña habitación con vista al altar de la capilla en la casa madre de su congregación, llenaba cuadernos y hojas sueltas con oraciones, aspiraciones y meditaciones, en las que se percibe la hondura de su unión con Dios. Se puede decir en verdad que lo que había empezado como una vida de riquezas externas culminaba como una vida de riqueza interior.
Murió en 1955, a los 96 años, después de haber transformado radicalmente la geografía espiritual y social de Estados Unidos. Quienes habían seguido de lejos su trayectoria se dieron cuenta de que, a lo largo de casi un siglo, la hija de un banquero había conseguido dejar una huella más duradera que la de muchos políticos y empresarios de su tiempo. La herencia de Francis Anthony Drexel había cambiado de rostro: lo que en 1885 era puro capital financiero, en 1955 se había convertido en escuelas, hospitales, misiones, una universidad y, sobre todo, en vidas transformadas.
Esperanza real
El funeral fue un acontecimiento profundamente simbólico. A él acudieron obispos, sacerdotes, religiosas y laicos que habían conocido de cerca su obra. Pero lo más conmovedor fue la presencia de afroamericanos e indígenas que viajaron hasta Filadelfia para rendir homenaje a quien había sido una defensora incansable de su dignidad. Sus rostros, algunos curtidos por la vida dura de las reservas o del sur segregado, eran un testimonio vivo de lo que Katharine había sembrado. No llevaban coronas de flores costosas ni discursos elocuentes: llevaban la gratitud sencilla de quien había recibido educación, alimento y esperanza gracias a la generosidad de aquella mujer.
Incluso fuera del ámbito católico, su muerte despertó reacciones de admiración. Líderes sociales y defensores de los derechos civiles reconocieron el valor de una mujer que, mucho antes de que el país se agitara con las marchas por la igualdad racial, había puesto su fortuna y su prestigio al servicio de quienes más sufrían el peso de la discriminación. En una nación dividida por muros visibles e invisibles, Katharine había construido puentes.
En el año 2000, el Papa Juan Pablo II la canonizó en el contexto del Año Jubilar, reconociendo oficialmente lo que ya muchos intuían: que aquella mujer había convertido la fortuna heredada en un patrimonio de amor, justicia y dignidad para los más olvidados.

