El pasado domingo asistí en misa a una escena curiosa. Una señora mayor, al presentarle el cura la hostia antes de comulgar y decirle la fórmula ritual: “El cuerpo de Cristo”, respondió con toda naturalidad: “Gracias”, en vez del esperado “amén”. Hay que decir que la respuesta de la señora sonó enormemente sincera. Y el hecho me dio que pensar.
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En efecto, como se sabe, el “amén” de la comunión es muy importante, porque significa la corroboración del “pacto” en el que el fiel reconoce que lo que se le ofrece es el cuerpo de Cristo. Exagerando un poco, podríamos decir que sin ese amén no habría comunión propiamente dicha. Pero, a la vez, el “gracias” de la señora y del que ahora hablamos entroncaría con lo que significa propiamente la celebración eucarística, ya que la eucaristía es, antes que nada, “acción de gracias”.
La acción de gracias se acerca mucho a la bendición, habida cuenta de que bendecir es “decir bien”. En este sentido, la oración judía es siempre –o casi siempre– bendición. Los rabinos establecieron que un judío debería pronunciar al día unas cien bendiciones (‘berakot’) aproximadamente: antes o después de comer o beber, de cualquier actividad (vestirse, salir de casa…) y siempre que se disfrute de algún placer, como un buen olor.
Aunque se le llame bendición y la plegaria comience: “Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo [o eterno]…”, hay que ser conscientes de que en esas plegarias propiamente no se bendice a Dios, sino que se le reconoce como fuente de esa bendición que él nos ofrece. Por eso es un error bendecir los alimentos antes de una comida (como en muchas ocasiones se escucha): lo que se bendice es a Dios por esa comida (y, si se quiere, por los que la han hecho posible). Y esa bendición es como un enorme gracias a Dios; es como decirle: “Gracias, Señor, por estos alimentos que nos das…”.
Bendiciones
Dice un rabino que pronunciar la bendición implica que reconocemos a Dios como la fuente de toda bendición. “Las ‘berakot’ existen para tratar de hacernos conscientes de ese hecho, y lo que ofrecemos realmente a Dios cuando las hacemos es nuestra conciencia” de sabernos receptores de ellas.
En la eucaristía debemos ser conscientes de y celebrar que el Señor se nos ha dado en su Hijo, y que, en comunión, en comunidad, le bendecimos por eso y le damos gracias.
