No quiero resultar quejica ni nada de eso, pero me sale unirme a todas esas personas que, al menos por redes sociales, se confiesan cansadas de vivir acontecimientos históricos. Aunque a mí no me sucediera nada excesivamente grave, como a quienes les tocó quedarse horas en un ascensor, estar en un tren perdidos en medio de la nada o acabar tirados en una estación, el apagón de la semana pasada hizo que se revivieran los fantasmas de una pandemia no tan lejana. Está claro que, en situaciones de este tipo, el miedo que siempre genera la incertidumbre es muy capaz de avivar las fantasías más apocalípticas de cualquiera, haciéndonos capaces de acabar con las existencias de papel higiénico en cualquier supermercado.
Cada uno sabrá qué vivió en esas algo más de trece horas, al menos en mi ciudad, que se prolongó la falta de servicio eléctrico. En mi caso y volviendo la vista a ese día, me confirmo que salió a la superficie mucho de lo que somos en lo profundo. Especialmente cuando más confusión había, fue fácil experimentar el precio de preocupación que tiene siempre querer a la gente. La pregunta de cómo estarían nuestros seres queridos ocupaba espacio en la cabeza y en el corazón.
Quizá no haya nada más evangélico que asumir y estar dispuestos a pagar cualquiera de los costes que implica que te importen las personas y su bienestar. De esa preocupación estaban preñadas las palabras de una de las estudiantes del piso de enfrente, cuando se preguntaba con otra compañera cómo estaría su abuela y si le funcionaría el botón de emergencia.
Eso sí, cuando la poca información dio para suponer que la situación no iba a adquirir las magnitudes apocalípticas que presagiaban algunos, la vivencia propia y la de mis vecinos, que salieron a arañar hasta el último rayo de sol en las terrazas, da como para poder representar dos actitudes aparentemente contradictorias, pero que se pueden dar a la vez en nosotros. Por una parte y como decía Isabel Coixet en una de sus películas, “nadie quiere la noche”. La oscuridad, lo incierto, lo incontrolable… nos pone ante nuestra fragilidad más esencial y eso no nos agrada nada. Así lo sugería esa pregunta de “¿qué vamos a hacer sin luz?” que otra estudiante me hacía llena de inquietud desde su ventana.
Acoger lo que viene
Por otra parte, otros vecinos optaron por aparcar las inquietudes y convertir la situación en una oportunidad para compartir juegos de mesa a la luz de las velas. Me da a mí que estos fueron de los que mejor supieron gestionar el apagón, sabiendo que, ante tales circunstancias, como dice el salmo, “es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde” (Sal 127,2). Los esfuerzos y desvelos son inútiles ante aquello que no depende de nosotros. Solo nos queda acoger lo que viene y confiar en otros y, sobre todo, en ese Otro que es la luz del mundo (cf. Jn 8,12). Con todo, mejor vivir lo cotidiano y aparcar, al menos durante un tiempo, esto de los acontecimientos históricos ¿no os parece?
