Esta octava pascual ha sido, sin duda, bastante peculiar para todos nosotros. El fallecimiento del Papa Francisco el lunes de pascua ha marcado una semana con un tono agridulce, llena de agradecimiento, gestos y recuerdos a un Pontífice especial, al menos para mí. Entre la avalancha de imágenes que han llegado hasta nosotros durante estos días, se me ha quedado una en la retina que me viene a la memoria de manera recurrente.
Se trata de esa escena en la que la hermana Geneviève Jeanningros se saltaba el protocolo y permanecía llorando y rezando ante el ataúd de su amigo. En medio de la solemnidad y sobriedad de los actos de estos días, llama la atención una anciana vestida de azul que se detiene durante unos minutos, imperturbable, para despedir a quien en vida fue su amigo.
No puedo impedir recordar la energía que transmite esa frágil octogenaria, el respeto silencioso que se gana a su alrededor y la ternura que desprende una despedida que resulta serena y triste al tiempo. No debo ser yo la única impresionada por la escena, porque a partir de ahí he visto cómo los medios de comunicación se hacían eco de quién era esa religiosa y de qué le unía al difunto Papa. Según parece, ambos entraron en contacto cuando ella le escribió siendo aún provincial de los jesuitas. Esta Hermanita de Jesús afeaba su ausencia en el funeral de su tía, religiosa desaparecida durante la dictadura argentina.
Según parece a esta religiosa le viene de lejos esa libertad atrevida que también le ha impulsado a no seguir el protocolo durante las exequias vaticanas, que en el libro de los Hechos se denomina con el término griego parresía y que caracteriza a los testigos del resucitado, esos que tienen muy claro que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29).
Me da por pensar que esta mujer puede convertirse para nosotros en un icono de las consecuencias cotidianas que tiene creer en la resurrección. Situarnos en la existencia con parresía, atrevernos a decir lo que no siempre resulta fácil de escuchar, convertirnos en puentes que acerquen a aquellos que se han podido sentir lejos entre sí, construir amistades desde la sinceridad aunque esta incomode, querer con valentía a la persona en sí, más allá de su tarea o de su rol, creer en la fuerza que desprende la fragilidad, permitirnos expresar sentimientos o romper expectativas ajenas o esquemas trazados cuando estos nos coartan pueden ser algunos de los aprendizajes pascuales que, al menos a mí, me brotan ante la hermana Geneviève.
