Donne Chiesa Mondo

La generación de misioneras del tercer mileno: resilientes e innovadoras

| 30/12/2025 - 18:58

  • La vocación ‘ad gentes’ presenta desafíos tan acuciantes como antes:  la soledad y la miseria de las grandes ciudades, un modelo económico y social que genera desigualdades y refuerza las asimetrías de poder, la ampliación de la brecha entre migrantes y ciudadanos, mujeres y hombres ante la explotación…
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“Para cuando escuches este mensaje, probablemente ya estarás durmiendo. Quería responder antes, pero tuvimos que enterrar a una mujer de 29 años que acababa de dar a luz. No sé de qué murió. Aquí, la gente simplemente muere. Los niños no sabían qué hacer y vinieron a nosotros llorando. La hermanita había nacido cuatro días antes. Quizás la acoja una tía que tiene un bebé de seis meses y puede amamantarla. Estamos intentando encontrar un sitio para los demás niños. Así que no tenemos tiempo ni para llorar porque en esta tierra, si no luchas, no vives. A veces desearía poder fortalecer un poco mi sistema inmunológico emocional, otras veces espero que nunca suceda”. Es el relato de un día cualquiera de una misionera en una periferia del mundo. Literalmente. La hermana Luigina Coccia vive en el barrio de Refugiés de Anse en Pitre, en el sureste de Haití, a diez minutos de la frontera con República Dominicana. Un punto de paso, cada vez más angosto por las políticas rígidas adoptadas por Santo Domingo para cientos de miles de refugiados de la guerra interminable y no declarada en Puerto Príncipe.



Sin embargo, las fronteras físicas no son las únicas que la hermana Luigina cruza continuamente. La monja comboniana forma parte de una comunidad misionera intercongregacional fundada en 2010 para responder conjuntamente a la emergencia tras el terremoto. Está compuesta por tres religiosas de diferentes congregaciones. María del Carmen Santoro González, de las Maestras Católicas del Sagrado Corazón, y Clemencia Rodríguez, misionera mercedaria de Barcelona, viven con ella. “En esta experiencia, se nos pide ir más allá de nuestras identidades de carisma y congregación, aunque sin borrarlas, para crear nuevas formas de comunión dentro de la vida consagrada y dentro de la Iglesia”, explica la misionera. “La fraternidad nace donde la alteridad es más pronunciada. Aprendemos a distinguir la esencia del carisma de las formas en que se expresa, que pueden transformarse. Nos une la Palabra de Dios y nuestra pasión por los más pobres. Esta experiencia puede iluminar la renovación de la vida religiosa”, insiste. No es casualidad que este modo innovador de habitar la consagración y el mundo se haya desarrollado predominantemente en el universo misionero femenino, que ha sido siempre un laboratorio de experimentación.

Experiencia cristiana

“Misión”, un término difícil de definir. Más que una palabra, es un entero vocabulario. Sin embargo, su riqueza de significados corre el riesgo de oscurecer su verdadero significado. La comprensión teórica quizá no sea suficiente. Para ser un “dabar”, una palabra generadora en el sentido bíblico, libre y liberadora, debe encarnarse en gestos, acciones y vidas creíbles. Debe convertirse en testimonio. Es decir, debe entablar relaciones. Por eso, la misión está en el corazón de la experiencia cristiana. “Dios mismo”, explica Nicoletta Gatti, biblista de la Universidad de Ghana, “es misión en cuanto comunica ese encuentro —y los otros que se fundamentan en él— que crea y transforma. Humaniza a Dios y transforma al ser humano porque se lo revela a sí mismo. La misión, por lo tanto, es más que un concepto, una estrategia o un hacer. Es un ser”.

Nicoletta Gatti

Ser una relación, ser un diálogo, ser un encuentro. Estar presente. Esto se ha hecho aún más evidente en el actual cambio de época en el que la Iglesia ha aprendido que el Evangelio no se “lleva”, sino que se descubre en sus semillas esparcidas por el mundo, cuidándolas y haciéndolas crecer juntas. Como afirma el teólogo anglicano Rowan Williams, se trata de descubrir dónde actúa el Espíritu y unirse a su acción. Todos los bautizados —enseña el Concilio— son, por tanto, misioneros. Esto no excluye que algunos dediquen su vida a dar testimonio del Evangelio en otras partes del planeta. La llamada missio ad gentes, expresión latina que significa “misión a los pueblos” o “misión a los gentiles”, y que se refiere a la actividad misionera de la Iglesia, sigue hablando con fuerza omnipresente al planeta menguado de la era global. Lo que la hace relevante hoy es el movimiento en salida que la caracteriza: un impulso físico que se vuelve espiritual. Acercarse a los demás, a quienes difieren en cultura, religión, ubicación geográfica, condiciones de vida u orientación sexual y distanciarse de lo conocido —fundamento de la misión— se convierte así en un estímulo constante para la Iglesia y todos los cristianos. Ese viaje es hacia la alteridad, hacia lo no habitual o lo familiar. Conscientes de que toda existencia humana es “un lugar teológico”.

Descentralización

Nuevas tierras de misión pueblan el horizonte del siglo XXI: la soledad y la miseria de las grandes ciudades, un modelo económico y social que genera desigualdades y refuerza las asimetrías de poder, la ampliación de la brecha entre migrantes y ciudadanos, mujeres y hombres, empobrecidos y ricos, niños y adultos, formas cada vez más innovadoras de explotación humana, los fragmentos más crueles e invisibles de la Tercera Guerra Mundial en curso y por partes, la privación de derechos a la que están condenadas clases sociales enteras, la injusticia que aboca a la pobreza a poblaciones enteras del planeta, la Creación desgarrada por la codicia humana…

¿Cómo alcanzar estas realidades? El reto es transformar la salida al exterior en una verdadera descentralización, liberando la misión de los residuos colonialistas y eurocéntricos del pasado y de las tentaciones de nuevos paternalismos. “Bajar de las carabelas” es la imagen que suele usar la Iglesia latinoamericana para referirse a la alianza entre la espada y la cruz que marcó la evangelización del continente. La inculturación —es decir, la inserción viva del mensaje cristiano en un contexto cultural— en el mundo actual debe ir de la mano de la interculturalidad entendida como un intercambio de pensamientos, acciones y experiencias entre diferentes culturas, todas comprometidas en un diálogo igualitario y abiertas a un proceso de transformación mutua. Ya no “para”, sino “con” y “entre” son las preposiciones en las que, junto con el “ad”, se funda la misión del siglo XXI. “Salir juntos” es la interpretación misionera de la sinodalidad.

Doble marginación

Las mujeres son protagonistas naturales porque su doble marginación —social y eclesial— las ha hecho especialmente capaces de escuchar los gritos silenciados de quienes no tienen voz y asumirlos. Las misioneras, implicadas en diversos servicios pastorales en las áreas de formación de pequeñas comunidades eclesiales, en la educación, la salud y la atención a los empobrecidos y marginados, especialmente cuando se han atrevido a ir más allá del modelo de sacerdote-párroco, han experimentado formas organizativas claramente comunitarias. Lo han hecho en la práctica, sin teorizar excesivamente. Excluidas de la academia —de ahí cierta falta de estudios misiológicos para mujeres—, han desarrollado un enfoque teológico desde abajo, con una visión contextual casi instintiva basada en una experiencia transformadora: el encuentro con Dios en lo concreto de la vida cotidiana. Precisamente esta flexibilidad de pensamiento y acción es necesaria en estos tiempos de creciente complejidad y violencia, en los que cualquier respuesta individual aislada resulta insuficiente. Las tierras a las que están llamados los misioneros no necesitan héroes solitarios, hombres y mujeres fuertes dispuestos a ayudar a los más débiles, a “salvarlos” con grandes proyectos y obras forjadas a su imagen. Necesitan, en cambio, personas capaces de iniciar procesos, colaborar, abrir caminos para compartir y convivir en la diversidad.

Las comunidades y redes intercongregacionales son un laboratorio de renovación misionera que se ha desarrollado dentro de la vida religiosa femenina. No es casualidad que la pionera de la red de religiosas contra la trata de personas sea Lea Ackerman, monja misionera de Nuestra Señora de África, quien hace cuarenta años fundó Solwodi, una ONG en la que varias congregaciones lucharon conjuntamente contra la trata de personas. Su llamamiento a la Unión Internacional de Superioras Generales desveló la tragedia de reducir a mujeres, hombres y niños a objetos de explotación. De esa semilla, en 2001, se forjó Talitha Kum, el modelo de respuesta colectiva de la vida consagrada femenina al flagelo de la esclavitud contemporánea. Su fuerza y ​​capacidad de difusión residen, desde el principio, en el diálogo entre las líderes de la congregación y las monjas que participan en el trabajo de campo del que surgió la red. Juntas, ser —y permanecer— la alteridad y la marginación son los pilares sobre los que las mujeres construyen la misión contemporánea.

“Nuestra vida comunitaria, compuesta de trabajo, servicio mutuo y oración personal y colectiva, pretende ser una presencia de paz entre la gente y de intercesión. Por las personas que acompañamos. Por todos los pueblos. Porque Dios no abandona a nadie”, concluye Luigina Coccia desde Haití.

 

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