Después de haber estado sometido al mandato francés durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Líbano alcanzó su soberanía como nación a través de su independencia en el 1943, constituyéndose como una democracia parlamentaria que garantiza una convivencia fructífera y respetuosa entre cristianos y musulmanes. Dio así comienzo a un auténtico milagro económico que le valió el sobrenombre de la ‘Suiza del Oriente Medio’. Fueron años de una relativa estabilidad política y social, así como de un renacimiento cultural y artístico.
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Esta situación se derrumbó cuando en 1975 estalló la guerra civil que se prolongaría hasta 1989, causando la muerte de 150.000 personas y provocando una hecatombe económica con la consiguiente huida de capitales y de clases dirigentes.
Un paso al frente
El Líbano fue víctima del conflicto árabe-israelí en el que estaban implicados países como Siria e Irán, con la complicidad de las grandes potencias y la participación muy activa de las fuerzas armadas palestinas. La Santa Sede y la Iglesia Católica fueron uno de los pocos apoyos al pueblo libanés. Cuando Karol Wojtyla fue elegido papa en 1978, las bombas llevaban tres años destruyendo Beirut y otras ciudades. El Papa polaco se involucró muy personalmente en la crisis y multiplicó sus llamamientos para que volviera a la paz.
En 1991 anunció la convocatoria de una sesión especial del Sínodo de los Obispos sobre el Líbano. En él participaron patriarcas, cardenales, obispos y sacerdotes libaneses que se reunieron en Roma durante todo el mes de noviembre de 1996. Su exhortación final fue presentada por el Pontífice en su viaje al Líbano, que tuvo lugar del 10 al 11 de mayo de 1997.
En septiembre de 2012, Benedito XVI realizó su esperada visita al Líbano, que sería su último viaje internacional antes de dimitir. “Vuestro calor y vuestro corazón me han despertado el deseo de volver”, dijo al despedirse de Beirut. Deseo que ni él ni su sucesor Francisco pudieron llegar a realizar.