Laboa y Louzao, historiadores
Este 20 de noviembre se cumplen 50 años de la muerte de Francisco Franco Bahamonde, el general ferrolano que, tras acabar haciéndose con el control de las tropas insurrectas frente a la II República (1931-1936), alcanzó la victoria en la Guerra Civil (1936-1939) y consolidó una dictadura militar que él acaudilló hasta su muerte (1939-1975). Sobre la simple redacción de estos hechos históricos sobrevuela otra realidad no menos objetiva: a lo largo de los 36 años de franquismo, además de la exaltación de la patria y de los llamados “valores tradicionales”, otro eje que vertebró el ideario del régimen fue su catolicismo oficial.
Si bien en el breve período republicano previo se apostó en su Constitución por el laicismo y por la total separación de la Iglesia y el Estado (“España ha dejado de ser católica”, llegó a sentenciar Manuel Azaña), con Franco ejerciendo el poder absoluto, la institución eclesial estuvo muy presente en los diferentes órdenes de la vida pública más allá de los altares, empezando por la educación y las labores de censura.
Una omnipresencia que cambió a partir del Concilio Vaticano II, inaugurado por Juan XXIII en 1962 y clausurado por Pablo VI en 1965. Fue precisamente Montini el encargado de tratar de aterrizar el postconcilio, que, además de la apertura (‘aggiornamento’) de la Iglesia en muchos ámbitos espirituales, tuvo también una inequívoca consecuencia en lo político, con una apuesta mucho más decidida por los valores democráticos. En España, el proceso lo lideró el cardenal Vicente Enrique y Tarancón al frente del Episcopado.
Fueron años de significativos choques con el régimen (siendo el principal el protagonizado por el obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, que debió salir del país tras reivindicar la “identidad específica” del pueblo vasco), pero, más allá de la cúpula eclesial (donde seguía habiendo férreos defensores del nacionalcatolicismo), estamos ante un tiempo, el tardofranquismo, en el que hubo muchos curas obreros y laicos implicados en movimientos sociales de base. Fueron fermento y allanaron el camino ante lo que estaba por venir: la Transición a la democracia, una vez muerto Franco.
Ampliando la mirada al medio siglo que siguió al 20 de noviembre de 1975, siendo desde entonces la nuestra una democracia consolidada y asentada en la Unión Europea, surgen varias preguntas: ¿la Iglesia española ha realizado un ejercicio de auténtica memoria histórica a la hora de tratar de reconocer su condición de soporte ideológico del franquismo? Si bien se habla con naturalidad de la persecución anticlerical en los años 30 (fueron asesinados 13 obispos, 4.172 sacerdotes y seminaristas, 2.364 religiosos y 283 religiosas), ¿en nuestras comunidades eclesiales, sobre todo entre los más jóvenes, hay un conocimiento del papel de la Iglesia en las décadas siguientes? Si no es así, ¿por qué este tabú?
A todo ello trata de responder Juan María Laboa, sacerdote guipuzcuano de 86 años que, además de vivir con pasión esos primeros tiempos de senda hacia la democracia como delegado de la Pastoral Universitaria de la Archidiócesis de Madrid, precisamente de la mano del cardenal Tarancón, es uno de los principales historiadores de la Iglesia. Desde esa perspectiva, experiencial y teórica, lamenta que “aquellos años son poco conocidos por una población que ha vivido una España social y económicamente próspera, con los eficaces cambios en la educación y los medios de comunicación y escaso conocimiento de su historia”.
De ahí que, “más que un tabú, yo creo, simplemente, que las coordenadas se sitúan en la ignorancia, en el desconocimiento del pasado y en nuestra incapacidad de reflexionar y comprender que los cambios sociales y la evolución cultural resultan imparables, aunque no todos sean los mejores. Debemos actuar ofreciendo nuestros principios teniendo en cuenta los cambios tan continuos y el desconcierto actual”.
De ahí que, para Laboa, por mucho que haya leyes que empujen en ese sentido, “en nuestros días la memoria histórica es casi inexistente y se refiere casi exclusivamente a estereotipos repetidos. El mismo marxismo o el socialismo se reducen a eslogans utilizados en las discusiones. Y eso se da, en parte, porque nuestros políticos la manipulan y la utilizan solo como arma arrojadiza. También porque, sin más, desconocen la doctrina”.
Con todo, echando él mismo una mirada a ese pasado, insiste en que nos dejó una lección que se debe tener muy presente, especialmente en la Iglesia: “Hubo un cambio sorprendente en la mentalidad dominante durante el franquismo, así como en el marxismo, también a causa de la revolución causada por el Concilio Vaticano II. Este tuvo un claro influjo en la experiencia teológica de América Latina, pero también aquí, en nuestras sociedades europeas, pues muchos sacerdotes y laicos españoles se habían formado en universidades belgas (como la de Lovaina), alemanas e italianas, donde afloraba el espíritu y los cambios de mentalidad conciliares”.
A nivel concreto, eso tuvo una resonancia directa “en los políticos españoles demócratas cristianos y en muchos laicos socialdemócratas, formados a menudo en colegios marianistas o jesuitas. Ellos sí ejercieron la memoria histórica”. Poco a poco, también por influencia de la Teología de la liberación, una nueva mentalidad más abierta y que veía en la democracia un valor a lograr caló “en los obreros católicos, encuadrados muchas veces en movimientos como Acción Católica, la JOC o la HOAC”.
De ahí que, para Laboa, haya que poner en valor que “el Concilio favoreció la aportación de los católicos a la lucha en favor de la democracia en España, ya en vida de Franco”. De hecho, eso ocasionó muchos choques externos e internos, incluso en la Transición, pues, “naturalmente, también persistieron los marxistas que odiaban a Santiago Carrillo y los católicos que añoraban a Franco. Todos ellos rechazaban el Vaticano II, pero la España actual la implantaron quienes aceptaban el Concilio y los que aceptaban la socialdemocracia”.
Joseba Louzao, profesor del Centro Universitario Cardenal Cisneros, de la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), pertenece a la generación de historiadores que solo ha conocido a Franco por los libros (nació en Bilbao en 1983). Fruto de la reflexión, reconoce que “el ciclo de la Guerra Civil y la dictadura, sin entenderlo como un proceso único o lineal, forma parte de un pasado incómodo para la Iglesia. Pero también lo es para muchas otras instituciones y grupos políticos o sociales en España. Es un pasado que aún no termina de pasar, que sigue generando polémicas y reabriendo heridas”.
Porque “tampoco es tan sencillo acercarse a esta historia. Tan cierto es que la Iglesia fue uno de los pilares ideológicos del régimen nacionalcatólico (y lo católico no era un mero adorno) como que, en la guerra, en la Diócesis de Barbastro, casi un 80% de los sacerdotes y religiosos fueron asesinados por serlo”.
Consciente de que estamos ante un proceso complejo y que ha contado con “distintas etapas”, en la final hay que ponderar que “el gran acierto del cardenal Tarancón fue demostrar que la Iglesia podía desempeñar un papel esencial en los debates éticos y políticos sin confundirse con el poder ni con una ideología concreta. Sin embargo, nunca llegó a dar el paso de romper explícitamente con ese pasado y denunciarlo con rotundidad. El propio Tarancón reconoció que, probablemente, habría actuado del mismo modo que los obispos españoles si hubiera sido uno de ellos durante la guerra”.
Sobre si existen ciertos tabúes, Louzao es claro: “Creo que sí. Como historiador, me he encontrado a menudo con la cerrazón de algunos archivos de este período. A veces, quizá por temor a que el historiador saque a la luz zonas oscuras del pasado. Pero también es cierto que, cuando hemos podido investigar con libertad, han aparecido testimonios y experiencias que muestran realidades más positivas y matizadas. En este sentido, siempre recuerdo las palabras de León XIII cuando creó el Archivo Secreto Vaticano y señaló que la primera condición de un archivo es no mentir; la segunda, no temer decir la verdad. Ojalá se den más pasos a nivel eclesial en este camino”.
En cuanto a si entre los jóvenes católicos de hoy se conoce y valora que el Concilio también fue un motor democrático para España, el historiador admite que “resulta llamativo que ya casi nadie recuerde a Tarancón, salvo quienes vivieron aquellos años. Quizá ese olvido diga mucho sobre la dificultad de asumir nuestro pasado eclesial. Su figura no dejó a nadie del todo satisfecho, y eso explica lo compleja que ha sido su recepción”.
Y más cuando “Tarancón no encajaba fácilmente en las etiquetas de conservador o progresista. Le tocó afrontar desafíos enormes: una Iglesia que, tras el Concilio Vaticano II, comenzaba a dividirse internamente, a perder peso social y a aprender el significado real del pluralismo y la libertad. Tuvo aciertos y errores, por supuesto, pero su papel fue clave. Contribuyó a abrir el camino hacia la democracia y a apagar los ecos de la guerra en la vida pública. En ese sentido, aunque no fue el único protagonista, deberíamos reconocerle el mérito de haber facilitado un tránsito tan difícil”.
Fotos: Jesús G. Feria / Vida Nueva.