Podría ser el primer papa asiático si el colegio cardenalicio atiende a la realidad de la Iglesia actual y el enorme peso que, en los últimos años, ha tomado en Asia. Pero, además, Luis Antonio Tagle no un cardenal convencional: su naturalidad y emotividad de ‘pastor con olor a oveja’ conjugan con su formación teológica y con el haber sido una figura clave durante el pontificado de Francisco. Ahora, llega al cónclave como uno de los ‘favoritos’ para recoger el testigo al frente de la Iglesia universal.
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Nacido el 21 de junio de 1957 en Manila, en el seno de una familia modesta, Tagle creció entre la fe, la diversidad cultural y la vida sencilla de las comunidades filipinas. Se ordenó sacerdote en 1982 y, después, obtuvo su doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Volvió a Filipinas, y, tras ejercer como obispo de Imus, fue nombrado arzobispo de Manila en 2011 por Benedicto XVI.
Desde entonces, su ascenso ha sido constante. En 2012 fue creado cardenal, y en 2015 presidió Cáritas Internationalis. En 2019, Francisco lo nombró prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Así, no solo le entregaba el timón de la misión global de la Iglesia, sino que se le situó en el corazón de una Curia en transformación.
Campaña de desprestigio
Sin embargo, en las últimas semanas, coincidiendo con el ambiente previo al cónclave, han circulado en redes vídeos suyos bailando y cantando en actividades juveniles, así como llorando, emocionado, en diversas situaciones. Todo ello con la intención de ridiculizarle. Sin embargo, precisamente la viralidad que han alcanzado los vídeos demuestra una respuesta favorable a un pastor que no teme mostrarse humano, que conecta desde la autenticidad, que no necesita esconderse tras la solemnidad del cargo.
Tagle podría ser otro papa venido del fin del mundo, pero lo cierto es que encarna un puente entre generaciones, entre continentes, entre visiones. Y aunque aún es pronto para saber qué ocurrirá tras el pontificado de Francisco, muchos ven en él no solo un sucesor natural, sino el símbolo de una Iglesia capaz de sonreír y llorar con su gente.