El papa Francisco ha muerto hoy. Un nuevo cónclave elegirá a su sucesor, pero los cardenales que se encerrarán para hacerlo dentro de unos días en la Capilla Sixtina, seguramente, tienen más claro el camino a seguir en un grave problema eclesial que los que lo hicieron en 2013 y en el que se eligió a Jorge Mario Bergoglio.
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Y es que solo basta acudir a las hemerotecas para comprobar que, tras la renuncia de Benedicto XVI, la inmensa mayoría de los purpurados coincidían en una gran preocupación, a la que se sumaba la incertidumbre: cómo combatir realmente la lacra de la pederastia en el seno de la Iglesia.
Ocultamiento y sin castigo
Hasta el punto de que la opinión pública mundial consensuaba una grave acusación: en los muros eclesiales no solo se había abusado sexualmente de miles y miles de menores, sino que las respuestas, en muchos contextos diferentes, habían incurrido en el ocultamiento y en cambiar a los culpables o sospechosos de destino pastoral, esquivando el castigo o el juicio justo e interno.
Más de una década después, es obvio que aún queda mucho por hacer en la gran mayoría de Iglesias locales de todo el mundo. Pero, si con Ratzinger llegó la primera gran respuesta con su dolorido clamor (“tolerancia cero”), con Bergoglio se han implementado protocolos de actuación concretos y que inciden tanto en la prevención como en el castigo de los culpables, sin excusas.
Estrechos colaboradores
Una ardua labor que ha desarrollado en buena parte a través de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, donde ha contado con referentes como el jesuita alemán Hans Zollner (quien dejó la misma al denunciar los muchas trabas contra su trabajo por parte de determinados sectores eclesiales) o con quien sigue siendo su máximo responsable, el cardenal de Boston, Seán Patrick O’Malley. Otros nombres básicos son el arzobispo maltés Charles Scicluna o el sacerdote barcelonés Jordi Bertomeu, cuya última aportación ha sido recoger las pruebas que han concluido con la clausura del Sodalicio en Perú, fundado por Luis Fernando Figari. Una comunidad que, a diferencia de la Legión de Cristo, que se ha renovado por completo al dejar atrás el legado de Marcial Maciel, no ha podido reconducir.
En esta senda, Francisco ha tenido la humildad de reconocer que para él hubo un acontecimiento clave: su defensa del obispo chileno Juan Barros, al que nombró pastor de Osorno en 2015 en medio de un alud de quejas en la comunidad local, pues se lamentaba su gran cercanía al sacerdote Fernando Karadima, que acabó siendo condenado por abusos. En un primer momento, Bergoglio defendió a Barros y clamó por su presunción de inocencia, exigiendo que se presentaran pruebas en su contra.
Falta de información veraz y equilibrada
En enero de 2018, acabó enviando a Scicluna y Bertomeu a Chile para investigar el caso. En junio, el Papa aceptó la renuncia de Barros al encontrársele culpable de haber encubierto en su día los abusos de Karadima. Visiblemente afectado, el Pontífice escribió una carta pública, dirigida a la Conferencia Episcopal de Chile, en la que reconoció sin ambages ni excusas que “he incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada”. Un claro dardo contra quienes, en la Iglesia, debían haberle facilitado esas claves necesarias.
“Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí y espero poder hacerlo personalmente, en las próximas semanas, en las reuniones que tendré con representantes de las personas entrevistadas”. De hecho, convocó a todos los obispos chilenos a una histórica reunión en Roma. A ella, todos ellos (los 34 prelados del país) acudieron con la presentación de la renuncia en la mano.
Desde ese complejo episodio, Francisco siempre enfatizó que la experiencia de Chile ayudó a su “conversión” definitiva en el combate con todas sus fuerzas contra los abusos.