Dios, supremo escultor

‘San Juan Evangelista’, de Francisco Salzillo

A partir del siglo XVI habitó en el territorio hispánico –no solo en la Península, incluidos también los virreinatos italianos, flamencos y americanos– la idea de Dios como “supremo escultor”. Esa idea acompañó, inseparablemente, a la más común del Dios pintor. Ambos conceptos se encuentran, de nuevo, en el Museo del Prado para reivindicar el “protagonismo asombroso” de la escultura policromada en el rastro de nuestra fe, del arte y también de la historia.



“Esa combinación de tridimensionalidad y cromatismo dio como fruto obras cargadas de un poder comunicador sorprendente, capaces de mover a la devoción, de emocionar y de hacerse comprensibles sin apenas retórica”, explica Manuel Arias Martínez (Astorga, 1965), comisario de la exposición Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro. Arias reúne casi cien obras maestras de lo que denomina “el más perfecto altavoz de la militancia católica”.

Lo que muestra es un portentoso recorrido por “el destino devocional de las imágenes de bulto redondo” en las que esta “alianza entre volumen y color” actuó como eje de una “oratoria sagrada” que marcó la evangelización a la luz de la Contrarreforma. “La escultura policromada se utilizaba como un instrumento para la predicación, y se entendía que la escultura debía tener color para que resultara más convincente, para intentar transmitir el mensaje de una manera más coherente”, declara el comisario.

Tanto que esa combinación de escultura y pintura “no se trataba de algo ornamental”, como añade el también jefe del Departamento de Escultura del Museo del Prado. “La pintura, la policromía, no era algo opcional o un adorno, sino que era parte integrante de la escultura. Es decir, la obra final no se concebía si no era con color. Los predicadores hablan de que una escultura sin color es un cuerpo muerto, que lo que le da la vida es el pincel”.

Elevadas cotas de calidad

Arias ha recreado una excepcional exposición para mostrar “el valor simbólico, la personalidad y alcance” de la policromía a partir de obras resguardadas en la propia colección del Museo del Prado –incluidas sus últimas cinco adquisiciones: ‘el Buen y Mal Ladrón’ de Alonso Berruguete, un ‘San Juan Bautista’ de Juan de Mesa y dos tallas, José de Arimatea y Nicodemo, de un ‘Descendimiento’ castellano bajomedieval–, pero que además se nutre de préstamos, por ejemplo, de las catedrales de Sevilla, Toledo, Santo Domingo de la Calzada, Granada y, especialmente, del retablo mayor de la catedral de Astorga, que tan bien conoce el comisario.

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El Prado reúne así –hasta el 2 de marzo– un conjunto sobresaliente de tallas que, como espejos, se reproducen también con fidelidad en pinturas, grabados y estampas. Incluso en velos de Pasión, los grandes telones que reproducían “con los tonos pálidos de la muerte” los retablos que ocultaban en Semana Santa.

“La escultura policromada en España es verdaderamente inabarcable, pero aquí hay obras de Alonso Berruguete, de Gregorio Fernández, de Juan de Juni, de Juan Martínez Montañés, de Juan de Mesa, de Francisco Salzillo o de Luisa Roldán, porque La Roldana fue una grandísima escultora. No es una escultora olvidada, ni mucho menos, porque es una de las pocas escultoras que en vida ya tiene fama”, recuerda Manuel Arias.

“Hemos traído el ‘San Fernando’ de Pedro Roldán, el padre de Luisa Roldán –añade–, una pieza que está policromada también por una mujer, Luisa de Valdés, la hija de Juan Valdés Leal. Que haya una escultora y una policromadora verdaderamente singulares en nuestro panorama por su calidad, y que estén representadas en la exposición, es muy importante”. Este San Fernando, precisamente, es una de las piezas en préstamo de la catedral de Sevilla, junto a Sor Francisca Dorotea, óleo de Bartolomé Esteban Murillo.

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