Picasso, de lo sagrado y lo profano

Hace también cincuenta años, el periodista y entonces cura Celso Montero publicó una necrológica del “español de nacimiento, francés de adopción y genio del mundo entero por derecho propio, Pablo Picasso”, cuya muerte –como escribió aquel abril de 1973 en La Región, el periódico de Orense– “ocupa los primeros planos de la actualidad informativa en todo el mundo alfabetizado”.



Aquel texto apunta la religiosidad del pintor malagueño: “El Dios en quien yo creo acoge todo lo que en Picasso había de generosidad, de hambre de verdad, de lucha por la libertad y la justicia; y eso por encima de si Picasso era o no consciente de que todo eso tiene alguna relación con Dios”.

En aquella valoración, ante la que Montero se describe como “sacerdote y como creyente”, apunta: “Y aun si Picasso se proclamase ateo, no me consta este dato, habría que distinguir si era ateo de los ‘dioses’ que algunos se inventan para mantener su dominio y control sobre los hombres, o si rechazase al Dios del Amor y la Libertad que se nos reveló en Jesucristo. Además de la ‘inmortalidad’ del genio que le pertenece, deseo a Pablo Picasso, como me deseo a mí mismo, que la muerte histórico-biológica no haya sido para él sino el paso de frontera hacia la inmortalidad total”.

Resulta obvio que Pablo Ruiz Picasso (Málaga, 1881, Mougins, Francia, 1973) proclamó su ateísmo, pero ello no desdice la opinión de Montero, quien luego sería el senador socialista más votado de la provincia de Orense tras dejar el sacerdocio durante la Transición. Aquel obituario retrataba un Iglesia acogedora y abierta, en la que sí se veía reflejado el pintor. En ella veía a su tío, Pablo Ruiz Blasco, canónigo de la catedral de Málaga y catedrático de Lógica del Seminario Diocesano,  fallecido dos años antes de su nacimiento en la Plaza de la Merced y su posterior bautismo en la iglesia de Santiago.

En memoria de su tío

Sin embargo, la figura de aquel tío –en recuerdo de quien sus padres, José Ruiz Blasco y María Picasso López, le pusieron el nombre de Pablo– siempre estuvo presente en la memoria familiar del pintor. Hace justamente veinte años, en 2003, Juan Maldonado Eloy-García publicó en la biografía “Picasso único. Juicio a un genio en rebeldía” (Arguval) que el artista le hizo saber en 1963 al dominico y profesor de la Universidad de Roma Severino Álvarez su deseo de “morir dentro de la Iglesia de Dios” y, en concreto, en la catedral de Málaga, junto a su tío Pablo. En aquella conversación –sostiene Maldonado–, el deseo de Picasso era que se le permitiera casarse por la Iglesia con Jacqueline, su última mujer.

Josep Palau-Fabré, en cambio, cuenta que asistió a una conversación en la que Jacqueline le recordaba a Picasso que él había dicho que “ le gustaría ser enterrado en la Plaza de la Merced de Málaga, junto a ella”. Sea como fuere, ambos testimonios no han sido reconocidos nunca por la familia. Picasso sigue sepultado en el castillo de Vauvenargues, donde tuvo su estudio, pese a que su voluntad –esta vez sí es la versión oficial– era la de ser enterrado en Notre Dame de Vie, la casa de Mougins, próxima a Niza, en la que murió. Y tampoco –es indiscutible– regresó al seno del catolicismo.

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