Curín García Calvo: “¿Qué es más importante, la presencia de Cristo en el pan y en el vino o el sexo de las manos que consagran?”

  • La teóloga es autora de ‘Iglesia sin rebajas. Hacia una teología que aboga por la igualdad de género’ (PPC)
  • “Al rebajar a las mujeres, la Iglesia también rebaja el Evangelio”, lamenta esta misionera en Haití
  • “¿Por qué Jesús iba a dejar fuera a las mujeres en un momento tan decisivo como la Última Cena?”
  • “La Iglesia necesita dialogar con el feminismo para entender de dónde nace la indignación de las mujeres”

Curín García Calvo, teóloga y misionera en Haití

La teóloga madrileña Curín García Calvo, religiosa de Jesús-María y misionera en Haití, es una de las voces emergentes en la defensa de la dignidad de la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Su última propuesta la ha plasmado en su libro ‘Iglesia sin rebajas. Hacia una teología que aboga por la igualdad de género’, que edita PPC.



PREGUNTA.- En su reflexión denuncia que “las cosas se pueden rebajar, pero las personas no”. ¿En qué modo la Iglesia ‘rebaja’ a la mayoría de mujeres que participan en las parroquias y a las que no ocupan los espacios de decisión que debieran por el hecho de no ser hombres?

RESPUESTA.- Desde que tengo uso de razón y desde que decidí confirmarme en la fe en Jesús, he percibido que la situación de las mujeres respecto de los hombres estaba en desventaja en la sociedad y en la Iglesia.

Con el paso de los años fui comprendiendo que no era porque las propias capacidades de las mujeres fueran inferiores ni porque Dios así lo hubiera designado, sino porque la sociedad (y la Iglesia), a lo largo de la historia, se había ido desarrollando con una estructura patriarcal basada en un sistema de pensamiento androcéntrico y en un conjunto de normas y prácticas que privilegian y favorecen al varón y silencian, excluyen, o en el mejor de los casos, infravaloran a las mujeres.

En ese sentido, expongo en este libro que la Iglesia rebaja a las mujeres, y, de este modo, rebaja el mensaje que el Evangelio anuncia, perpetuando un sistema injusto y desigual.

Una comunidad abierta a todos

P.- Tras siglos y siglos de férrea identidad patriarcal y androcéntrica, ¿cómo puede conseguir la Iglesia transformarse realmente en una comunidad abierta a todos?

R.- La Iglesia no se ha escapado de este estilo patriarcal. Si bien en el propio Evangelio hallamos datos que refuerzan el patriarcado, también encontramos claves fundamentales para la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres. Igualmente, a lo largo de la historia de la Iglesia, podemos observar que, en muchos ámbitos, esta fue pionera a la hora de concebir esa igual dignidad de hombres y mujeres, y al mismo tiempo, la institución se fue configurando en un sistema en el que solo los varones pueden constituir la Iglesia jerárquica.

Así, hemos llegado a este momento de la historia donde ya hemos formulado la cuestión y ha ido siendo abordada con decisión; a nivel social, hemos dado muchos pasos adelante en el reconocimiento de la igual dignidad de las mujeres: el derecho al voto, el acceso generalizado a la universidad, algunos derechos laborales que antes eran negados, por mencionar algunos. Ciertamente, aún queda mucho por hacer, especialmente en determinados contextos y países donde hay muchos signos y prácticas de discriminación hacia las mujeres.

Ahora bien, en la Iglesia estamos en un momento tremendamente difícil. Por un lado, el sistema patriarcal hace aguas por todos lados, visibilizándose en temas tan graves como los abusos sexuales, los abusos de poder o la corrupción. Por otro, las mujeres hemos comenzado a alzar la voz para expresar nuestro hartazgo. Nosotras, que somos mayoría en nuestras parroquias y comunidades eclesiales, de hecho, no tenemos ni voz ni voto. De fondo, es un problema de raíz que afecta a la integridad del mensaje que como Iglesia quereros ofrecer: las mujeres en la Iglesia son rebajadas en la medida en la que no se nos reconoce como igualmente dignas para poder representar a Cristo. Podría dar muchos rodeos, pero para mí esta es la cuestión que está a la base.

Pero hemos de tener esperanza. Esta profunda crisis nos está abriendo también posibilidades. En este sentido, es crucial que en la Iglesia se aborde la cuestión de las mujeres para su pleno reconocimiento. Para ello, creo que es indispensable superar una antropología esencialista en la que históricamente se les han asignado a las mujeres una serie de características y roles. Esa asignación no respeta nuestra propia diversidad, reduciendo a todas las mujeres a un estereotipo de mujer (claramente interesado).

La Iglesia se juega mucho en este momento. Lo que nos ha de urgir es el deseo de vivir más plenamente el Evangelio, así como poder seguir ofreciendo la fe en Jesús en nuestro mundo presente.

P.- En el pontificado de Francisco, pese a las muchas resistencias internas, se están dando pasos, en discursos, actitudes y nombramientos, que muestran que algo está cambiando en la actitud eclesial hacia las mujeres. ¿Estamos ante el inicio de un camino sin retorno o no es descartable que, en otro contexto, podamos desandar lo avanzado?

R.- Creo que los pasos que se están dando son pertinentes y necesarios. Es indudable que Francisco tiene este tema en su agenda. Hemos de reconocer que ha empezado a desbrozar el camino, pero para muchas personas estas iniciativas son signos demasiado pequeños. Por ejemplo, con el nombramiento de Nathalie Becquart, por primera vez una mujer va a poder votar en un Sínodo de Obispos, pero, ¿qué representatividad supone?

Se nos asegura que los cambios son lentos y hay que tener paciencia; sin embargo, ya hay mucho cansancio acumulado y, a veces, las decisiones llegan tan tarde que en determinados contextos dan hasta risa. Este es el caso del Motu Proprio ‘Spiritus Domini’, en el que se permite que el sexo femenino pueda por ejemplo leer en las celebraciones o dar la comunión.

Yo espero que durante los próximos años se siga en esta línea aperturista, pero me preocupa enormemente ver que las personas con una visión más abierta en muchos contextos ya no se identifican con la Iglesia y solo persisten los sectores más conservadores. En ese sentido, la Iglesia está proponiendo estos cambios demasiado tarde. Por eso siento que el futuro puede ser realmente complejo, y no descarto que, tras Francisco, se camine en otra dirección.

Pero quiero ser optimista. Quiero pensar que Dios vela por su pueblo y conduce a su Iglesia hacia una mayor y mejor realización. Quiero creer y quiero trabajar por una Iglesia que responda a las inquietudes y desafíos de las diversas generaciones de nuestro siglo.

Cambios de raíz

P.- Percibe que “el momento crítico que vive la Iglesia la urge a hacer cambios de raíz. En nuestros orígenes y en el fundamento de nuestra fe encontramos muchas respuestas”. Aunque Bergoglio lo ha descartado explícitamente, ¿veremos algún día a mujeres ejerciendo el sacerdocio?

R.- En primer lugar, hay que repensar el modo de ejercerse los ministerios en la Iglesia y, a su vez, cuál es también el papel de las personas laicas. En ese sentido, este Sínodo sobre la Sinodalidad puede ser iluminador.

La cuestión de las mujeres en la Iglesia se presenta como un reto por muchos motivos. Primero, por coherencia con el propio Evangelio y para superar la crisis de un sistema patriarcal abusivo. Segundo, para poder seguir respondiendo a la realidad de nuestras sociedades. Y tercero, porque, de hecho, las mujeres somos mayoría y en muchos casos casi el sexo exclusivo que acude a las celebraciones de la eucaristía. Entonces, en determinados contextos, donde no hay sacerdotes, nos preguntamos: ¿qué es más importante, la propia eucaristía, es decir, la presencia de Cristo en el pan y en el vino, o el sexo de las manos que consagran?

Entonces… concretando: ¿veremos mujeres sacerdotes? Quiero creer que sí. Creo que el Espíritu puede hacer posible lo que hoy a nuestros ojos vemos muy difícilmente realizable. El foco hemos de ponerlo en el pueblo que desea encontrarse con Dios y no en el sexo de quien ejerce el servicio del presbiterado.

Además, creo que lo que deberíamos preguntarnos es qué hace apta de verdad a una persona para acceder al presbiterado y permanecer en este servicio. Los abusos en la Iglesia por parte de algunos sacerdotes nos hablan de que este es un tema al que urge hincarle el diente, ¡sin demora!

P.- Vayamos aún más lejos del hecho de que María Magdalena fuera la primera persona en ser testigo de la resurrección de Cristo y enviada por Él a anunciarlo al resto… Pese al esencial e indudable papel de tantas mujeres, a las que Jesús reivindicó en su plena dignidad, ¿es creíble pensar que, en la Última Cena, de la que nace el sacramento del sacerdocio, solo se hizo acompañar de hombres y de ninguna mujer?

R.- Las mujeres acompañan a Jesús a lo largo de todo su camino. Esto fue totalmente rompedor. Jesús las acepta como discípulas (María Magdalena), son sus amigas (Marta y María) y él mismo se deja enseñar por ellas (la mujer sirofenicia). Jesús tiene un mensaje claro en medio de una sociedad fuertemente machista y patriarcal: “Mujer, levántate, quedas libre”.

No podemos saber a ciencia cierta cómo sucedió históricamente la Última Cena, pero es difícil pensar que las mujeres no tomaran parte de esa mesa, y no solo para servir. Jesús considera a las mujeres como sujetos igualmente receptores de la Palabra… Por eso dice que María ha recibido la mejor parte al sentarse a escucharle y a compartir la palabra con él. En esa sociedad, esta idea es totalmente novedosa. Yo sostengo que en esa Última Cena debieron estar, porque está en continuidad con todo el camino hasta Jerusalén. Jesús iba acompañado de discípulas, ¿por qué iba a dejarlas fuera en un momento tan decisivo?

Además, no podemos caer en ingenuidad o solo ver los datos que nos interesan de los Evangelios para justificar una u otra postura. Yo soy partidaria de mirar la vida de Jesús en su conjunto y sacar conclusiones más allá de la literalidad de algunos textos que históricamente se han interpretado para reforzar una estructura machista y patriarcal.

Diálogo con el feminismo

P.- Hay un sinfín de pronunciamientos episcopales clamando contra “la ideología de género”. Pero son muchísimos menos los que denuncian “la violencia de género” o siquiera mencionan el “machismo” que oprime y mata. ¿Qué debe de cambiar para que sean mayoría los obispos y sacerdotes que se atrevan a lustrar un potente discurso en sus homilías contra esta lacra que, indudablemente, nace del patriarcado?

R.- La Iglesia necesita dialogar con el feminismo para entender de dónde nacen el dolor y la indignación de las mujeres. Desde esa escucha se puede abrir a una conversión. Esa conversión se ha de dar en todos los miembros de la Iglesia. Si solo tomamos conciencia de la necesidad de cambio las mujeres, el fracaso será total. Los varones están llamados en este momento a hacer su propio camino para descubrir sus privilegios y también toda la limitación que los estereotipos hace recaer sobre los sexos.

Los varones en la Iglesia están llamados a explorar nuevas formas de masculinidad que les lleven a modos de relación más sanos y justos. Ese cambio no solo será liberador para las mujeres, sino también, sin duda, para ellos.

Y, por matizar, creo que cuando en la Iglesia se habla de ideología de género me parece que es como un cajón de sastre donde incluir temas y corrientes diversas que difieren entre sí. La cuestión de la diversidad sexual es muy compleja y es necesario distinguir las diferentes propuestas. Por supuesto, creo que es más que necesario que la Iglesia se pronuncie contra la violencia machista. El silencio nos hace cómplices del sistema patriarcal que aún sigue dejando víctimas mortales. 63 mujeres fueron asesinadas el año pasado en España por violencia machista. En Haití, país donde actualmente resido, ni se lleva la cuenta.

P.- Por lo que abraza con sus manos misioneras y por lo que alumbra su reflexión teológica, ¿con qué Iglesia sueña para 2050?

R.- Sueño con una Iglesia libre de prejuicios y libre de esquemas que empequeñecen el espíritu y ahogan la profecía. Sueño con una Iglesia que, al estilo de Jesús, busque a tiempo y a destiempo el Reino y su Justicia, y ese Reino se concreta en una mesa compartida donde ninguna persona es excluida, y donde los primeros puestos son para las personas desposeídas de esta tierra.

Sueño con una Iglesia en la que la alegría nazca del servicio y del compromiso con el deseo de una vida plena para todas las criaturas. Sueño con una Iglesia que ore y contemple, que escuche y confronte, que respete e interpele desde la máxima del amor desinteresado y a fondo perdido.

Sueño con una Iglesia sin rebajas, donde todas las personas podamos responder enteramente a la llamada de Dios; una Iglesia en la que lo que nos arda sea seguir haciéndonos capacidad para que Dios sea en cada una de las personas y desde cada persona en el mundo.

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