De muros y grietas

Mientras el Papa habla de otro paradigma mundial al G20, los católicos seguimos discutiendo nimiedades litúrgicas o haciendo planes pastorales de escasísimo vuelo humano.

Hace unas semanas, la Civilità Cattolica publicó un artículo de Antonio Spadaro y de Marcelo Figueroa sobre la fusión que se vienen dando en Estados Unidos entre evangélicos pentecostalistas de tinte apocalíptico y sectores más conservadores del catolicismo norteamericano, que unidos apoyaron la candidatura a la presidencia de Donald Trump. Dicho artículo mereció una columna de Loris Zanatta en el periódico La Nación. Llamativamente, el redactor del matutino argentino pondera la libertad y separación entre política y religión, uniéndose a los autores, pero luego hace unas filigranas teóricas evitando el núcleo de aquel artículo: el pensamiento del papa Francisco sostiene que la unión se debe dar en la espiritualidad generando condiciones de vida más humanas e inclusivas, y que nunca los muros o el recurso a la violencia disfrazada de guerra santa es la salida que propone el evangelio.

Dejando de lado los dos artículos que motivaron estas líneas, hace tiempo que se está dando esta paradoja en los ambientes católicos: se admira al papa Francisco y gustan sus gestos, se citan frases aisladas y se espera su visita, pero no se estudian ni se rumian sus escritos y su pensamiento de fondo sobre la realidad. Lo vi reflejado en un bello debate del que pude participar a partir de la pregunta “¿De qué forma la encíclica Laudato si’ de Francisco ilumina nuestro compromiso social?”. Quedé admirado de la entrega personal de todos y cada uno de los expositores, incluso con distintos puntos de vista políticos. Sin embargo, me quedé con un sabor agridulce: faltó en varios la referencia evangélica explícita y revolucionaria que Francisco propone en ese magnífico documento. Escrito, que como dijo algún comentador, “les quedó grande a los católicos que lo cajonearon muy rápido o lo redujeron a una serie de sugerencias sobre ballenas y árboles”.

Francisco está hablando de un mundo nuevo. Una nueva manera de organizarnos como sociedad en base a nuevos principios evangélicos y ecológicos, en sintonía con el Padre/Madre Dios y con el cosmos/naturaleza. Una y otra vez, Francisco destaca lo que vino a mostrar Jesús y no se han cansado de señalar los grande santos de nuestra historia eclesial: la grieta verdadera nunca es entre un lado y el otro del mundo, es decir un grieta vertical; la grieta siempre fue, y será, una grieta horizontal que divide a los ricos y poderosos por encima de lo pobres, débiles y excluidos. Podrá tomar distintos nombres, colores y matices propios de cada lugar y tiempo, pero finalmente siempre el desafío evangélico es cómo compartir más, cómo aliviar a los sufrientes, cómo integrar a los excluidos, cómo levantar a los caídos, cómo devolver la dignidad a los perdidos, etc. Y para que eso ocurra los que estamos mejor, estamos “arriba” de alguna manera de la grieta, tenemos que dejarnos envolver por la “Misericordia” (único atributo que Francisco recalca una y otra vez en realidad como la esencia de Dios) e inclinar nuestro corazón, nuestra persona con sus dones, sus bienes y sus tiempos hacia la miseria, el dolor y el sufrimiento de los hermanos caídos.

Unos días atrás, un religioso muy versado en educación sugirió en una conferencia algo que me dejó conmovido e inquieto. Dijo algo así como que “a la Iglesia argentina se nos está pasado este cuarto de hora único e increíble de tener un papa como Francisco, encrucijada eclesial y mundial que difícilmente se repita para los católicos de nuestras tierras”. Lo traduje con palabras de Facundo Cabral: verdaderamente parece que estamos “distraídos”. En jerga futbolera, mientras el mundo movido por un Maradona o un Messi (para no provocar “seudogrietas”) habla de aplicar las nuevas tecnológicas al fútbol –líneas y pelotas inteligentes, nuevo césped y canchas más parejas, cómodos estadios y nuevas reglas que hagan a este hermoso deporte más agradable para los espectadores y la mayoría del mundo que lo practica–, nuestros DT (sean obispos, consagrados o laicos de los movimientos) estamos discutiendo si es mejor la pelota de trapo o la de gajos cocidos.

Mientras el Papa habla de otro paradigma mundial al G20, nosotros seguimos discutiendo nimiedades litúrgicas o haciendo planes pastorales de escasísimo vuelo humano. A propósito, apareció en estos días un duro artículo del biblista Giulio Cirignano en el periódico L’Osservatore Romano titulado “La costumbre no es fidelidad” en el que afirma que la principal traba para llevar adelante las reformas eclesiales que propone el Papa es la incapacidad del clero para cambiar, reformarse y convertirse. Más aún, al parecer, muchos dirigentes eclesiales compraron el discurso de la grieta vertical que adquirió aquí la simpática simbología k-antik (nosotros los argentinos siempre tan creativos): mientras millones de hermanos, especialmente mujeres, jóvenes y niños, viven en condiciones de pobreza, exclusión y violencia, un pequeño grupo, cada vez más pequeño, vive en un mundo de burbujas y joyas.

Detrás hay una mala teología bíblica y una escasa reflexión evangélica sobre la realidad del bien y del mal. Por eso, está triunfando una visión maniquea que contrapone dos principios casi iguales en fuerza como si fuera una lucha sinfín al estilo El Señor de los Anillos, Harry Potter, Juego de Tronos o cualquiera de los grandes dramas de la literatura universal, justificando muros y grietas, misiles y bombas “inteligentes”.

Está triunfando la visión que denunciaban en su artículo Spadaro y Figueroa, dejando de lado la verdadera posición cristiana del asunto: hay mal donde el ser humano ha usado mal su libertad, eligiéndolo, haciéndolo crecer e incluso dejándolo que se enquiste en ideologías, sistemas, instituciones y organizaciones de la sociedad que poco tienen que ver con el Reino de Dios predicado por el Nazareno. Pero este tema requiere de un espacio que excede este artículo y lo abordaremos en detalle próximamente.

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