Tribuna

Un plan para resucitarnos, por Jorge Sierra

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Justo el Jueves Santo, confinados en casa, me decía un amigo pastoralista: “¿Tú recuerdas haber dormido tanto en alguna Semana Santa?”. Y es verdad: durante casi toda la vida, estos días se han dedicado a pascuas juveniles –donde dormir nunca ha sido una opción– o a acompañar retiros donde el ritmo lo marca la liturgia. Ese dinamismo te llevaba, queriendo o no, a “re-vivir” la Pasión y a adentrarte en la resurrección. Pero hoy las circunstancias han cambiado radicalmente y las videoconferencias no pueden sustituir lo que era una vivencia. ¿Cómo podemos, entonces, renovar nuestra fe en la resurrección de Jesús, cuando un día se parece tanto al anterior que perdemos la noción del tiempo?



Tal vez, esta Pascua atípica nos ayude a despojarnos de lo accesorio y a centrarnos en lo fundamental. A simplificar la fórmula de nuestro plan para evocar la resurrección y quedarnos con lo que realmente importa. Por ejemplo, con solo tres palabras:

Tres palabras

– Tú: las muchas llamadas que hace Jesús en el Evangelio siempre son personales, en segunda persona: “A ti te lo digo”. Son parte de un diálogo entre dos personas, por lo que podemos decir que la llamada de Dios es siempre “personalizante”: te reconozco como individuo, eres persona, contigo puedo hablar. Tenemos ahora un largo tiempo de Pascua –casi cincuenta días– para ahondar en ese “tú”, aunque eso nos lleve a hacernos preguntas de las difíciles: “¿Quién soy yo realmente?”; o peor aún: “¿Por qué a mí?”.

– Sencillamente: en nuestros vanos intentos de poner palabras a algo que no se puede definir nos hemos llenado de ritos, metáforas e imágenes que quizás tapen lo que realmente queríamos vivir. Pero los “signos de la resurrección” no pueden ser más sencillos, incluso mundanos: una piedra movida, un sepulcro vacío, una tela abandonada. Y para volver a ver al Maestro: un jardinero, un perfume, un pescado a la brasa. Y para tenerlo con nosotros: un poco de pan compartido, una copa con los amigos, una mesa amplia. Con la certeza de que lo que es un misterio no lo podemos meter en una caja, ni emitir por YouTube, ¿dónde pondremos esa mesa, ese pan, dónde haremos evidente esa presencia en nuestro #quédateencasa?

– Permanece: lo sabemos, aunque no nos guste. La promesa de Dios no es de felicidad, ni siquiera de que “todo va a ir bien”, aunque esa sea nuestra esperanza. Es un compromiso de fidelidad, porque a Él le da la gana, no porque nos lo merezcamos. La respuesta que nos pide es tener confianza: Estar”, “permanecer”, ya que Él permanecerá y será fiel. Y eso implica vivir una vida fuera del propio control, para dejarle los mandos a un Dios siempre sorprendente. Cuando un virus microscópico nos demuestra que no lo podemos todo, cuando nos deja sin palabras que no suenen vacías y huecas, ¿podremos recuperar la certeza de que lo que Dios nos pide es, ni más ni menos, que “permanecer”?

Quizás, la clave esté realmente ahí: en lo cotidiano, en la hondura de un día a día que pasa “sin pena ni gloria”. Ojo, que es posible que antes nos pasara lo mismo, pero las prisas hacían que no nos diésemos cuenta. Creo que la conciencia del tiempo, del ordinario, del que pasa desapercibido, es una de las grandes enseñanzas de la espiritualidad cristiana, quizás una de las que tenemos más olvidadas: el tiempo no es un “terrible cotidiano”, ni una fuerza imponente que te arrastra, ni tampoco un bien siempre insuficiente. Es una oportunidad, un espacio para que Dios esté, pues Él es fiel, en lo más sencillo, llamándonos por nuestro nombre.

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