Tribuna

Un plan para resucitar la vida consagrada, por el cardenal Aquilino Bocos

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Los consagrados y consagradas corremos igual suerte que el resto de los humanos. La pandemia del coronavirus lo ha evidenciado estos meses. Somos tan frágiles, física y psicológicamente, como los demás. Se nos han ido muchos seres queridos y sin poderles despedir. Como cualquier grupo social, tenemos familiares y hermanos de comunidad en los hospitales que padecen esta contagiosa enfermedad. Muchas personas consagradas están calladamente entregando su vida en el servicio sanitario en centros públicos, clínicas y residencias de mayores. A todos nos conmueve el dolor de los enfermos y el desvivirse de los que los cuidan, la vulnerabilidad de los ancianos que corren el riesgo de exclusión y la despreocupación por los pobres que son descartados; la pérdida de trabajo y los problemas que ocasiona en las familias; el futuro de la educación, de la economía y de tantos otros sectores de la vida social. Como lo han hecho los Pastores en sus diócesis, también los consagrados han mostrado su efectiva solidaridad, no solo espiritual y pastoral, sino cediendo edificios para paliar la tragedia causada por el elevado numero de damnificados. Navegamos en la misma barca.



A pesar del desastre que está causando este despiadado y desconcertante virus, algo beneficioso nos va aportar a todos. Ya nos está abriendo los ojos y obligando a ser cautelosos, más humildes y reconocedores de nuestras limitaciones. Este virus está horadando y minando los pilares de la idolatría ante los becerros de oro que nos hemos fabricado en torno al poder y la economía consumista. Las inseguridades y miedos causados nos ponen ante preguntas últimas y a relativizar absolutos. Ojalá corrijan nuestras actitudes egocéntricas y nos hagan más imaginativos, creativos y solidarios. También los consagrados estamos aprendiendo a valorar y a organizar de otra manera nuestro tiempo, a cuidar nuestras relaciones, a apreciar aquellas personas a las que no habíamos tenido en cuenta en nuestro monótono vivir de cada día. Es admirable cómo ha crecido el reconocimiento, la comunicación y las formas de expresar la empatía, la comunión y la atención a quienes viven marginados y en soledad.

Esperamos que desaparezcan pronto los padecimientos y lamentos y podamos disfrutar de un “después” sereno y libre de amenazas. No faltan voces que pronostican un gran cambio en la comprensión de la vida y una drástica transformación de la escala de valores en el comportamiento humano. Sí; necesitamos resetear nuestro estilo de vida. Lo cual implica desconectar y reiniciar el sistema para nuevas propuestas. Que tenemos que cambiar es una exigencia, pero el cambio comienza por la erradicación de las actitudes tóxicas y una nueva conciencia de que somos creados, no dioses, y una sincera conversión a quien es principio y fin de nuestra vida y de todo lo que nos rodea. Probablemente hemos atravesado el Jordán, pero nos queda un largo desierto: lugar de prueba y de promesa. También de Alianza. “Si escucháis la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón…” (Sal 94).

religiosos y religiosas celebrando en el Vaticano la Jornada Mundial de la Vida Consagrada 2 febrero 2017

El plan para resucitar la vida consagrada tiene su clave en la vida nueva de Jesús Resucitado. Su Pascua transformó la historia humana. Cuando hacemos memoria de esta Pascua apostamos por aquel amor que garantiza la densidad y calidad de nuestra vida fraterna y la fecundidad de nuestra misión evangelizadora. Jesús, tras haber pasado por la muerte y el sepulcro, se aparece con discreción y sencillez. Es confundido con el hortelano, se presenta como compañero de camino, como un desconocido junto al lago y como el maestro en medio de los discípulos. No niega su identidad. Es Jesús resucitado. El mismo que dirá, al despedirse, “Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El mensaje es claro: “Alegraos”, “No tengáis miedo”, “Paz a vosotros”, “Vosotros sois testigos de esto”, “Jesús va por delante”. Para sus seguidores, se desvanecieron las dudas y la incredulidad, los llantos y los miedos. Brotó la alegría anunciada y comenzaron a actuar los testigos del amor, de la fraternidad y de la misión. La vida consagrada, como la vida cristiana, está fundada en esta experiencia de Jesús vivo, que da sentido al dolor y a la muerte y ofrece esperanza de salvación. Una experiencia revolucionaria por la nueva visión de lo que somos, de lo que acontece y de cómo hemos de proceder. Con la resurrección de Cristo se inicia la nueva creación en la que estamos llamados a colaborar en el crecimiento del Reino de Dios.

El antivirus que posee la vida consagrada es la alegría, fruto de su encuentro con Jesús resucitado. Este gozo viene de lo alto; es un don. Y está actuando, con diversos matices, en todos los carismas fundacionales. El ‘shock’ del coronavirus nos ha hecho volver a los consagrados a nuestras raíces pascuales. Nos ha recordado qué significa entregar la vida para recobrarla. Nuestro gran quehacer habrá de seguir siendo el de mostrar en nuestras vidas, palabras y obras que Jesús vive y nos quiere servidores de su paz, de su amor y de su misericordia. Nos quiere con talante samaritano y apasionados por los que sufren, por los pobres y por cuantos padecen hambre y sed de justicia y libertad. Nos encomienda ser instrumentos de comunión y constructores de una nueva humanidad. Los consagrados, con experiencia multisecular, hemos aprendido que Jesús resucitado va delante y sigue contagiando el amor que dio sentido al drama de su existencia y lo está dando a nuestro caminar en la historia. Las iniciativas y proyectos que surjan tendrán novedad si dejan transparentar el rostro del Resucitado y se dejan conducir por quien es Señor y dador de vida.

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