El lunes de Pascua, mientras la Iglesia lloraba la muerte de su Papa, un buen número de ateos y de personas de otros credos daban testimonio de su dolor y de la atónita sorpresa en la que les dejaba la pérdida de Francisco.
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Desde las primeras palabras que Bergoglio pronunció al aceptar el cargo, gozosas e incrédulas, comenzaba ese enamoramiento, a costa, todo hay que decirlo, de Benedicto XVI, a quien se le debe un reconocimiento más justo y amable en la cultura popular. Pero, en un movimiento pendular clásico, cuanto más brillaba la espontaneidad, la rapidez de pensamiento y el aplastante sentido común de Francisco, más necesitaba el inconsciente colectivo que la figura de Ratzinger se cargara de ceremonia y distancia. El que uno continuara la senda iniciada por el otro es algo que aún necesitará tiempo para equilibrarse.
Una paradoja inédita
Francisco ha gozado y padecido, una paradoja inédita hasta ese momento, el que los no creyentes lo defendieran, en ocasiones con inusitado calor, frente a los ataques que sobre él y su labor ha volcado, sin ningún tipo de prudencia, justicia o templanza, una corriente más conservadora.
La retórica centrada en la pobreza y la humildad de Francisco era todo menos nueva, pero él la convirtió en algo creíble; y el ojo incansable del público, tan sensible a las contradicciones, no las encontraba en su manejo del poder y el estatus, en su lenguaje corporal, en la manera en la que lidiaba con los medios de comunicación.

El presidente francés, Emmanuel Macron, acompaña al papa Francisco durante su visita a Marsella en septiembre de 2023 (Foto: EFE)
Los símbolos lo son por algo: y Francisco, que lo sabía y se sentía cómodo en terrenos resbaladizos, transmitió y recalcó varios mensajes muy valorados por quienes en los últimos años habían criticado la Iglesia: uno, la corrupción económica debía desaparecer, y con ella, o antes que ella, los abusos sexuales que asquean y repugnan a cualquier persona de bien. Dos, los cristianos han de volverse hacia los necesitados, los pobres, los excluidos. Y tres, todo esto puede hacerse con gozo, sin solemnidad. El deber no se encuentra reñido con la alegría.
Labor inacabada
Su labor, ingente, ha quedado inacabada, y sus críticos señalan la tibieza con la que algunos de esos puntos han sido tratados; y muchos de quienes, sin convertirse o regresar al seno de la Iglesia, han defendido la doctrina social y la actitud de Francisco, siguen ahora con el alma en vilo el nuevo cónclave y temen que un giro conservador entierre estos cambios, e impida algunos más determinantes.
Pero mientras esa duda se solventa, se repiten en la memoria las anécdotas, las que, pasados los años, retratarán al que se ha ido: los mensajes en el contestador del teléfono a las Carmelitas de Lucena, a las que llamaba para felicitar el año. La forma en la que aceptaba y entendía la discapacidad de los niños que iban a verlo, que delataba mucha calle y mucha misa parroquial. La atención que dedicó, hasta su muerte, a los católicos de Gaza, a los que preguntaba, como todo abuelo argentino a sus nietos: “¿Qué habéis comido hoy?”. Su defensa fervorosa de los inmigrantes. Sus zapatos negros, el rechazo explícito a los privilegios, la sensación de que prefería cometer errores a la inacción.
Ciertamente, resulta difícil reconciliarse con la idea de que se ha ido, de que habrá que visitarlo, desde ahora, en la basílica romana de Santa María la Mayor; muchos de quienes acudan allí en un futuro no habrán creído nunca, o habrán perdido la fe por el camino. Cada papa deja un particular legado: este, brindar esperanza a quienes observan la Iglesia desde fuera, ha sido el de Francisco.