Tribuna

Manos de mujer, manos de varón

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Desde el vientre materno usamos nuestras manos. Ya allí, su movimiento es signo de vida, de ternura, de autonomía de una persona. Su perfección se manifiesta y antes de saber cómo están formadas, las usamos para tomarnos de nuestra madre y sentir seguridad, para afianzarnos de su presencia. El sentido del tacto que se patentizan en ellas, es el más primitivo de todos y es el que junto al olfato, nos ayuda a sobrevivir a partir del nacimiento. Prontamente nos enseñan a saludar con ellas y esto ya no se pierde más, aún en condiciones de humana fragilidad.

La mano extendida en alto, el pulgar hacia arriba, el cuenco con la palma, el movimiento oscilante del saludo, el índice señalando, la invitación hecha llevando los dedos hacia adentro y otras más son señas universales de amistad, de cercanía. Otro tanto son señas de rechazo, agresión, desdén. Y podemos seguir citando más usos de esta maravilla que son nuestras manos que, por la cotidianeidad ya dejan de sorprendernos. Parafraseando a Peteco Caravajal “lo mágico se vuelve cotidiano”.

En los varones son signo de fuerza, en las mujeres de delicadeza; no se oponen, se complementan, están llamadas a ayudarse, a entrelazarse en una vida común, a apretarse en la amistad, a animarse con una palmada, a valorase con una caricia, a limpiar lágrimas de dolor, a realzar lágrimas de alegría, a escribir uniendo letras que expresan lo que se piensa y lo que se siente. También son instrumentos de violencia, de manifestación de agresividad y es allí en donde la libertad humana condiciona paradójicamente, el milagro de nuestras manos.

Extenderlas para servir

Para los católicos, las manos del sacerdote hacen del pan el cuerpo de Jesús y de los pecados un lugar de misericordia. Para todos, creyentes o no, mujeres o varones, las manos son la oportunidad de considerar al prójimo querido o no, como un semejante ante quien extenderlas para servir; son la manifestación de nuestras opciones. Aquí se patentiza la realización del deseo de un mundo mejor que todos llevamos dentro como una porfía genética. De nada valen los discursos, las buenas ideas, los grandes escritos si las manos no acompañan con la coherencia diaria. Finalmente las manos con la piel gastada y las venas expuestas, muestran el laberinto de nuestra vida en donde dejamos lo que tenemos y nos llevamos lo que dimos.

Aquí quiero hacer un homenaje a las manos de las mujeres que cambian la delicadeza de la piel por la delicadeza del corazón. Ellas con silencio y alegría, trabajan la tierra, amasan pan, acarrean agua, acarician niños, animan esposos, lavan ropa, cuidan la casa, pagan transportes (a veces largos) rumbo a su trabajo, reciben y dan, y muchas veces, maquillan su rostro para disimular ante sus seres queridos, las ojeras del trajín diario con una mezcla de coquetería y fortaleza.

Llegamos a este mundo con el instinto de las manos cerradas, tomándonos del amor de madre que es lo primero que se presenta y es una fiesta. Poco a poco las abrimos y nos enseñan a usarlas. También debiera ser una fiesta si nos vamos con las manos abiertas habiendo dado todo lo que sembramos y cosechamos. Quizás ayude a saber dónde tenemos los pies mirando si tenemos las manos abiertas o seguimos con las manos cerradas guardando lo que recibimos.