Tribuna

Los jóvenes y el valor de las distintas generaciones, en tiempos de pandemia

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En estos días me ha impactado profundamente la muerte de un joven italiano, hijo de padres caboverdianos, que ha sido literalmente masacrado y asesinado por un grupo de jóvenes influenciados por el culto de la fuerza y de la violencia. Willy, joven manso y pacífico, había intentado poner fin a una riña que involucraba a un amigo suyo, en un bar de un pueblo de la provincia romana. Este episodio me ha hecho recordar la muerte, en el verano pasado, en la localidad de Villa Gesell, del joven Fernando, asesinado en circunstancias semejantes por un grupo de jóvenes rugbiers, amantes de la violencia y del culto de la propia fuerza.



En diferentes latitudes se han vivido episodios semejantes, que constituyen un alarma grande para la sociedad entera. El culto de la violencia, del más fuerte, podríamos decir que conduce al culto de la muerte, parece adueñarse cada vez más del corazón de muchos jóvenes, huérfanos de una paternidad efectiva sobre la propia vida, víctimas de una soledad enorme, debida también a la ausencia de los adultos. La agresividad y la apología de la violencia y del odio que a menudo aparecen en las redes sociales, amplifica y potencia estas posturas que se revelan profundamente deshumanas. ¿Qué hacer?

Grieta generacional

Una mirada sobre estas situaciones del culto a la violencia de los jóvenes nos lleva a reflexionar en la necesidad de plantearnos de manera urgente sobre la ausencia de las relaciones entre las diferentes generaciones. En este sentido, se percibe que hay una brecha que ha ido creciendo: mundos que no se comunican más. Y la grieta generacional es el síntoma que demuestra que la tradicional comunicación va disminuyendo y la memoria de una sociedad, de la que los mayores son los custodios principales, no se considera más prioritaria en la construcción del conjunto social.

Especialmente en este tiempo de pandemia, hemos visto crecer en la sociedad, por un lado, las desigualdades cada vez más manifiestas entre ricos y pobres, y por el otro, la fractura entre generaciones que ha aumentado un cierto autismo entre las nuevas generaciones: la falta de modelos positivos en la vida, el crecimiento de una mentalidad nihilista y una gran desorientación, como así también la pérdida del sentido de la vida. Los jóvenes son los grandes consumidores, a menudo de sustancias de descarte como pueden ser las drogas o del culto de la fuerza y del propio cuerpo. Frente a esto no podemos simplemente gritar al escándalo, hay que hacer una autocrítica.

Papa Francisco –quizás en contratendencia–, ha hablado, en aquella linda conversación con Thomas Leoncini ‘Dios es joven’, de los jóvenes como profetas. Afirma el pontífice: “…los jóvenes tienen estas dos cualidades. Saben reprochar, aunque muchas veces no expresan bien sus reproches. Y tienen también la capacidad de escrutar el futuro y mirar hacia adelante. Pero los adultos son crueles y dejan sola toda esta fuerza de los jóvenes. Los adultos a menudo desarraigan a los jóvenes, extirpan sus raíces y, en lugar de ayudarlos a ser profetas por el bien de la sociedad, los convierten en huérfanos y en desarraigados.” “… los jóvenes de hoy  –concluye el papa– están creciendo en una sociedad desarraigada”.

Esta sociedad parece sin historia, donde se ha cortado la memoria y el contacto con las generaciones pasadas, donde se han fragmentado los vínculos del tejido social. Vidas paralelas que no se encuentran como las de los abuelos con los nietos.  Se presenta a los jóvenes el modelo consumista del “usa y descarta”, o, si se trata de compromisos políticos, de militancia populista, con actitud de sumisión al líder y luego con una frecuencia cada vez  más continua, entre bandas criminales (como las maras salvadoreñas) o grupos armados y células terroristas.

Retomar el diálogo

Reanudar el diálogo entre las generaciones nos parece hoy prioritario. Es necesario reflexionar sobre un patrimonio que el coronavirus nos ha robado: me refiero a la muerte de muchos ancianos, no solo en Europa sino también en América Latina, fallecidos por el coronavirus. La falta de muchos de ellos nos empuja con urgencia a fortalecer aquel diálogo intergeneracional. Es la experiencia en estos meses, tan humana y tan enriquecedora del movimiento internacional “Jóvenes por la Paz” de la Comunidad de Sant’Egidio, que han seguido con fantasía y creatividad interactuando con los ancianos que en otros tiempos iban a visitar en los hogares geriátricos o en sus domicilios. Un diálogo que no se ha cortado y que en muchas oportunidades, a través de cartas o de videos, ha llevado una bocanada de aire puro, evitado también que los ancianos murieran por otro terrible virus: la soledad.

Entonces es posible hoy proponer a los jóvenes modelos positivos de solidaridad, donde crezca el anhelo de una sociedad más justa. Presentarles modelos como Gandhi, Martín Luther King, Nelson Mandela, Madre Teresa de Calcuta que los ayuden a fortalecer una vocación de servicio. La felicidad crece y se realiza no el espejo de sí mismo o en “el balconear”, de cuña bergogliana, siendo pasivos actores de la historia, sino en la entrega a los otros, en las relaciones de solidaridad y de amistad social.

En la diversidad armoniosa de sus componentes, una sociedad crece y se desarrolla; los jóvenes y los ancianos juntos pueden ser actores protagonistas de esta nueva historia. Aquí recobran fuerza y sentido profundo unas palabras de papa Francisco: “… El diálogo es fecundidad: nos permite conocer realmente el ser humano, en profundidad. El propio diálogo entre los jóvenes y los ancianos es un diálogo en la continuidad, una continuidad histórica, y podemos decir que es también un diálogo con ciertas discontinuidades, es decir, con diversidades heterogéneas…”

Ayudemos a todos, y especialmente a aquellos que profesan hoy el culto del odio y de la fuerza, a incorporarse en el ejercicio de esta escuela de humanidad, en la esperanza que ellos mismos puedan adquirir el sentido de la fraternidad y de positivas relaciones con el prójimo.