Tribuna

León XIV: ‘Ubi Petrus, ibi Ecclesia’

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El 6 de enero de 2026 no se dará únicamente el cierre de un Año Santo. Será también la clausura de una etapa distinta para la Iglesia católica. Un año inaugurado por el papa Francisco –primer pontífice latinoamericano, jesuita, el papa llegado “del fin del mundo”– y que concluirá con el papa León XIV, primer papa norteamericano, agustino de Chicago y primer misionero peruano. De un papa del Sur global a un papa nacido en el Norte que decidió pasar su vida en el Sur. Un relevo simbólico que expresa mucho más de lo que parece: en esa transición se concentra el núcleo de un cambio de época.



No se trata de una simple actualización ni de una adaptación gradual a los tiempos. Es una transformación profunda, que alcanza los cimientos mismos de la Iglesia: la forma de vivir la fe, de comprenderse a sí misma y de proyectar su misión en el mundo.

Justo cuando el papa Francisco entraba en el último tramo de su vida –una etapa marcada por el recogimiento, la entrega y unos mensajes cada vez más esenciales–, su última carta a un episcopado, enviada el pasado 10 de febrero a los obispos de Estados Unidos, llegó como un mensaje profético. Un gesto que, a la luz del nuevo pontificado, cobra hoy un significado renovado.

Es fácil –sobre todo para los periodistas– interpretar el pontificado del papa León XIV en clave geopolítica: ¿un papa norteamericano? Entonces será la señal de un nuevo equilibrio mundial, de un poder que se está reestructurando. Pero con esta lectura se corre el riesgo de caer en una simplificación engañosa. Porque el camino que condujo al papa Prevost al solio de Pedro no sigue las rutas del poder, sino las sendas de la fe. Y, en realidad, avanza a contracorriente de la fragmentación del orden global.

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Para captar el alcance de lo que está ocurriendo, es necesario mirar más allá de la actualidad. La crónica no basta. Se requiere una perspectiva histórica más amplia, capaz de situar este momento crucial dentro del contexto de la época posconciliar. Una etapa que no se cerró en los años 70, sino que continúa generando interrogantes y dinamismos, especialmente en el continente americano.

En América Latina y América del Norte, el Concilio Vaticano II dejó una huella profunda. Dio lugar a nuevos lenguajes de fe, nuevas sensibilidades pastorales, nuevas formas de presencia eclesial. Quien desee comprender el rostro actual de la Iglesia, no puede ignorar este laboratorio vivo –a menudo alejado de los focos– pero decisivo. Un inmenso laboratorio que se extiende desde los barrios periféricos de Lima hasta las afueras de Los Ángeles.

Cruce de culturas

Las Iglesias del continente americano son Iglesias migrantes, mestizas, marcadas por el cruce de culturas, lenguas e historias. Solo una mirada geocultural permite ampliar perspectivas, redibujar fronteras e ir al fondo de la cuestión. En Estados Unidos, el catolicismo echó raíces gracias a las grandes olas migratorias europeas –irlandeses, italianos, polacos, alemanes–, integradas ya en el tejido social desde los años 30 del siglo pasado. Sin embargo, fueron sobre todo las mujeres –misioneras, religiosas, laicas– quienes construyeron una Iglesia extensa, presente en todo el territorio, atenta y profundamente enraizada en todos los niveles sociales.

Pero ha sido en el último medio siglo, con la llegada masiva de comunidades latinoamericanas, cuando el rostro del catolicismo estadounidense ha experimentado un verdadero cambio de paradigma. Hoy, los católicos hispanos representan casi una quinta parte de la población del país. Y la Iglesia se enfrenta a un desafío que va mucho más allá de ofrecer misa en español. Estas comunidades, a diferencia de los irlandeses de antaño, no llegan con sus propios sacerdotes: son fieles en busca de pastores, no rebaños ya guiados. La cuestión, por tanto, no es solo pastoral. Es cultural, eclesiológica y teológica.

Contexto geopastoral

En este contexto cobra fuerza una categoría clave: el contexto geopastoral. Es el espacio donde las Iglesias locales han sabido ejercer un discernimiento profundo, escogiendo qué acoger, qué reelaborar, qué traducir en nuevas claves dentro del mensaje universal. Precisamente ahí, entre las comunidades en movimiento, los territorios híbridos y las identidades fluidas, han surgido nuevas teologías: capaces de leer el Evangelio a la luz de las heridas y las esperanzas de los pueblos. Teologías arraigadas en la vida concreta, pero fieles al espíritu del Concilio Vaticano II. Teologías que sitúan en el centro a una Iglesia entendida como comunión, donde el diálogo no es estrategia, sino vocación.

Para comprender de verdad esta Iglesia en transformación no bastan las categorías analíticas. Es necesario escuchar a sus santos. Y también a sus advocaciones marianas. Desde la devoción a la Virgen de Guadalupe –corazón simbólico y espiritual de todo un continente– hasta figuras como santa Francisca Javier Cabrini y san Óscar Romero, que representan el fruto más maduro de esta etapa eclesial. Sus fieles, sus historias, sus heridas expresan mejor que cualquier documento hacia dónde ha guiado –y sigue guiando– el Espíritu a las Iglesias locales.

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