Tribuna

Las lecciones de la vida de nuestros tíos y tías

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Teníamos muchas tías, todas de fuera de Nápoles. La sarda procedía de un islote; la emiliana de una ciudad; y la friulana del campo. Nos reíamos mucho con estas tías: la emiliana contaba chistes, la sarda traía dulces y siempre estaba alegre y la friulana nos cocinaba unos increíbles ñoquis de patata. Una trabajaba en una oficina municipal, a otra le habían impedido dar clases de piano porque las madres y esposas no trabajan y la tercera se quedó sin tierras.



Estas tías compensaban el silencio y la seriedad de la casa con las voces de sus regiones, entre guerra y paz, lutos y despedidas. Una era huérfana, otra había perdido a sus hermanos y otra se tenía que conformar con las llamadas de teléfono a las hermanas que se habían ido lejos, a trabajar o porque se casaron y se habían marchado de su tierra.

Cada una terminó sus días de forma distinta: una se suicidó, a otra se la llevó una enfermedad hepática y a la tercera una demencia. Pero eran las tías de verdad, a las que se pedía consejo, a las que habían quemado sus sueños y no querían que sus sobrinas quemaran los suyos. Algunas habían tenido hijos, otras no. Estaban también las tías y los tíos que aparecían en las fiestas de cumpleaños pero que eran extraños.

A veces me hubiera gustado vivir con alguna de mis tías favoritas, como en las novelas de Dickens o en los cuentos de patos de Carl Barks: ¿no eran estas tías un poco Daisy? Para las sobrinas nacidas en tiempos de paz, las tías eran eternas, no importaba que perdieran su figura o que sus perfumes fueran demasiado fuertes o que tuvieran las manos ásperas por el trabajo. Eran las tías de la esperanza que la vida echa por tierra.

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Las sobrinas de hoy cuentan con tías más distraídas, con la cabeza en el móvil, infelices en el amor,  y que acogen en su seno a unas hijas de padres siempre ausentes en familias que se tienen que mantener a flote, no pocas veces gracias a la pensión de los abuelos. Ahora, los amigos de la familia se convierten en tías y tíos, sin parentesco real, pero que han adquirido ese derecho.

Estos tíos, así como otros en diferentes siglos, asumen el papel de los propios padres. Los jóvenes tíos tendrán que dirigir las elecciones cuando intentan comprender al Peter Pan que llevan dentro. Si pienso en las tías del pasado, me doy cuenta de que los sobrinos solo teníamos parientes viejos, aunque no fueran viejos por la edad: viejos por la experiencia y el cansancio.

Espejo inoportuno

Los primos del pasado eran como rebaños que se enfrentaban con otros rebaños, o rebaños de primos, en prados fronterizos: a estos niños desconocidos los veíamos en territorios neutrales como la casa de abuelas. Esos dobles nuestros, parecidos, eran lejanos en realidad. Huíamos de ellos porque, en algún detalle, siempre reflejaban nuestros peores defectos y los rehuíamos, para evitar cualquier espejo inoportuno. Había y hay, casas en las que los primos eran como hermanos. Las mayores actuaban como madres jóvenes, abiertas y modernas.

En un relato de Fausta Cialente titulado Marianna, una multitud anónima de primos acampados en una gran casa multifamiliar se une contra el último en llegar, una prima huérfana. Se combate al extraño, al enemigo, también porque es culpable de haber destapado la fuga de su tía favorita, de haberla obligado a quedarse en casa para consumirse. De adultos, los primos se dan cuenta de que se han equivocado, de que han excluido a los más débiles, que nunca podrán perdonarlos. A tías, tíos, primos y primas, les corresponde la tarea de instruir en la vida, muchas veces, sobre lo que callan padres y abuelos. El rostro oculto de las cosas, la belleza y la fealdad. Ser tío o tía puede conducir a puertos inesperados.

*Artículo original publicado en el número de abril de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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