Tribuna

La voz de Eva

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El relato de los orígenes cuenta con la cantidad de oportunidades para la reflexión y la imaginación que solo tienen los mitos. En los últimos años, las teólogas y biblistas van cada vez más a las fuentes para ver lo que el relato nunca ha dejado de contarnos escondido bajo capas superficiales. Siguiendo esta estela, y sirviéndome de la literatura, he tratado de contar los capítulos 2 y 3 del Génesis concediendo la palabra a Eva.



Era totalmente nueva. Y él era tan nuevo como yo, o eso creía él. Estábamos hechos de tierra mezclada con aliento, éramos como bebés, éramos criaturas. Todo era vida, cuatro ríos rodeaban e irrigaban el Edén. Uno era el Pisón que corría por la región de Ávila, donde encontrábamos oro, resina perfumada y piedra de ónix. Otro era el Gihon que fluía alrededor de Etiopía; y, por último, el Tigris y el Éufrates.

¿Yo ya sabía esos nombres o los aprendí más tarde? No recuerdo que él me haya dicho algo como, “bienvenida, naciste de mí mientras dormía, como de una madre dormida en una cesárea”. No sabíamos nada de ninguna madre, padre, hijo o hija. “Bienvenida, te muestro el agua que humedece la tierra, el jardín, los pájaros del cielo, los animales de la tierra y los peces nadadores de escamas relucientes”. No recuerdo que me los nombrara. No dijo “liebre”, “león”, “lobo” o “serpiente”.

Cuando me encontré tan nueva frente a él, mi compañero cantaba, no me cantaba a mí, cantaba emocionado por mí, cantaba porque yo estaba allí. Cantaba que yo nací de él, y sí, dijo un nombre, un nombre que nos unía. Pero no estábamos unidos, había espacio entre nosotros. No nombró ese espacio entre nosotros, pero el espacio estaba ahí. Ese espacio era una fiesta, era el lugar donde jugábamos, nos tiramos piedras que dibujaban parábolas y terminaban en mi mano o en su mano, esas manos que después se entrelazaban y se soltaban. Ese espacio era hermoso, pero también me suscitaba preguntas. Y él también las tenía.

Exultaba de alegría

Mientras tanto, la vida pasaba. Yo miraba, tocaba los árboles y frutos, acariciaba el pelaje de los animales, bebía el agua de mis manos y sentía el frescor en las palmas de mis pies. Me gustaba correr, saltar, sentir el calor acumulándose en mi cuerpo después del esfuerzo, incluso el frescor me gustaba, así como la brisa que me secaba el sudor. A veces descubría a mi compañero mirándome, pero yo no siempre le devolvía la mirada. Lo saludaba y le sonreía. Mi cuerpo y el jardín parecían hechos el uno para el otro. Exultaba de alegría. Con gusto pronunciaba esa palabra, “alegría”.

Quizás ya conocía esos nombres, me venían a la mente cuando necesitaba usarlos porque los habíamos inventado, los habíamos gritado cuando él y yo éramos uno, cuando aún no me habían creado de su costado. Era así como sabía qué nombre dar al pinzón, al lobo, a la paloma, a la oruga, al arbusto y a la hierba. A veces jugaba con esos nombres inventando adjetivos. Si estábamos juntos, él y yo, le ayudaba. Si una planta de malva estaba tan lejos del río que le faltaba agua, nos las ingeniábamos para cavar un surco, una pequeña acequia, que trajera algo de agua a esa flor. Colaborar y descubrir así las cosas nos reportaba alegría.

Solo a veces, cuando oscurecía y los árboles dejaban de brillar, me sorprendía temblando. Pero el Creador siempre estaba en mi mente y en mi corazón así que sabía que no estábamos solos, sabía que toda la alegría, la vida, nuestros cuerpos, nosotros mismos, eran un regalo de Aquel que iba y venía al jardín. Cuando oscurecía, aquella pregunta resonaba con más fuerza en mi corazón. Cuánto espacio había entre nosotros y el Creador. Por momentos parecía un espacio inabarcable, pura lejanía. En esos momentos buscaba a mi compañero y juntos gritábamos nuestras preguntas al Creador.

Le pedíamos que viniera con nosotros al jardín y lo hacía. Esa fue la infancia feliz del mundo. Sentimos que el espacio se encogía, se hacía pequeño entre nosotros y Él. No puedo olvidar ese espacio que se redujo por nuestra pregunta y Su cercanía. Nuestros ojos brillaban por el asombro y también por el agradecimiento que sentíamos. Y exultábamos de gozo porque Dios estaba allí, en el jardín, con los pájaros nocturnos, los grillos y el rumor del agua ¿Qué podría perturbar ese momento? Celebrábamos esa separación, que permitía la cercanía, con cantos, bailes, devoción y nuestra pregunta.

No fue de noche cuando me habló la serpiente. Fue a plena luz de un caluroso día en el que el aire parecía agua por la humedad. Entonces, cuando los animales nos decían algo, los entendíamos. La serpiente, desnuda y astuta, vino hacia mí. Me pareció normal porque a los habitantes del jardín les gustaban las caricias y disfrutaban de nuestra presencia. Pensé que se me acercaba por eso. Puse la mano sobre su cabeza que estaba fría a pesar del siroco. Y me dijo: “Dios te prohibió comer de los árboles”. Me molestó porque claro que podemos comer de los árboles, de todos menos de uno. No podíamos comer sus frutos, ni tocarlo, le dije.

El árbol del bien y el ma

Ingenua de mí que intentaba defender al Creador cuando no lo necesitaba. Yo entendía lo que el Creador nos había explicado. Aunque después de tanto tiempo me había olvidado de algunos detalles. ¿Me lo había dicho mi compañero o ya sabía esto antes, de cuando él y yo éramos uno? No consideraba aquello como una prohibición, sino como un hecho. Como cuando una madre te dice que no te metas al agua, no saltes al vacío o no ingieras veneno. Sabía que ese árbol, el del bien y el mal, estaba en el centro del jardín. Estaba junto al árbol de la vida. Yo sabía muy bien que no tenía que comer de ese árbol y jamás pensé en hacerlo hasta que la serpiente me lo señaló.

Sabía que no moriría por hacerlo y que obtendría el conocimiento de todo. Se me abrieron los ojos como platos, con la pupila dilatada incluso. Esa serpiente me conocía. Seguro que ya me había espiado en el jardín, mientras corría, saltaba o trepaba y sabía que había una pregunta en mí que me acechaba cuando me quedaba sola. Seguro que reconocéis esos momentos que cambian el rumbo de una vida, a los que siempre se vuelve con resignación, sobre los que se piensa, “hubiera sido tan fácil evitarlo”.

Para mí fue ese momento. Todavía hoy le doy vueltas, pero ya no me obsesiono pensando en haber actuado de otra forma, imaginando cómo me hubiera alejado de la serpiente, la hubiera despreciado o no ha hubiera hecho caso. Imaginando cómo hubiera sido todo distinto. Hoy solo me gustaría abrazar a la criatura que fui, abrazarla con cariño. Sí, esa serpiente me conocía.

No me ofreció pertenencias, animales extraordinarios o la dominación mundial; ni siquiera me ofreció la paz o la unidad. Sabía que yo amaba todo, toda la vida y la alegría, hasta el dolor de separación entre nosotros y el Creador… Ya le había dicho que sí. Solo quería saber por qué. Solo necesitaba saber, porque también en mi compañero había intuido esa pregunta en muchos momentos. Así que pensé, “tengo la respuesta al alcance de mi mano”. Por eso, toqué esa fruta y la recogí y la comí sabiendo, en lo más profundo de mi ser, que era una traición a la voz de Dios.

Era un fruto sabroso y no me había matado, por ahora. Se lo ofrecí a mi compañero y también lo comió (él también me lo pedía). Y luego sucedió lo que todo el mundo sabe, si antes estábamos protegidos por algo dulce, un amnios, ese aire denso del jardín del Edén, de repente nos reconocimos indefensos. La separación completa se había consumado y habíamos quedado expuestos. La serpiente me había engañado, la pregunta quedó sin respuesta, el espacio se tornó en abismo y el miedo adoptó una forma desconocida.

Pero Dios nos buscó y nos habló. Mi compañero dijo que fui yo quien le entregó la fruta. Le expliqué que la serpiente me había engañado y reconocí que habíamos comido. Conocimos el dolor, el rencor y la vergüenza. Aquí comenzó la historia de nuestro cansancio. Él nos vistió. Yo solo quería llorar porque reconocí en el dolor que incluso Él se preocupaba por nosotros, nos cuidaba. Mi compañero me llamó por el nombre que llevo aún hoy, Eva, vuestra madre. Y nos fuimos.

Ahora necesitaba de un compañero ya que me sentía frágil. Para mí era una nueva necesidad. Lo que quería ahora era sanar esa brecha que me separaba de mi compañero, esa fractura en la Creación. Nos empujaba nuestra sed de todo, el cansancio y los embarazos, el dolor y la belleza que parecían no acabar. Y a vosotros, que por mucho tiempo me habéis llamado “la puerta del mal”, me gustaría poder llevaros al Jardín y mostraros la criatura que fui.

*Artículo original publicado en el número de marzo de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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