Tribuna

La conjura de Trump contra América

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Planteaba Philip Roth, el magnífico escritor de Newark (New Jersey) que falleció inexplicablemente sin obtener el Premio Nobel de Literatura, un escenario distópico en su novela ‘La conjura contra América’. El presidente Lindbergh instalaba en 1940 un régimen aislacionista en Estados Unidos, en el que el antisemitismo y el colaboracionismo con la Alemania nazi quebraban la convivencia democrática. Al ver las imágenes del Capitolio ocupado hace apenas unas horas por un grupo atrabiliario de personajes, no podemos dejar de sentir un escalofrío.



En los próximos días asistiremos a sesudos análisis de eventuales especialistas advirtiendo que era previsible lo sucedido, que ya lo habían avisado, o que era el digno colofón del trumpismo –sea lo que sea lo que quiera describir este término–. Lamento carecer de esa perspicacia, pero manifiesto mi perplejidad ante lo acontecido. Asistir a un intento golpista para subvertir la legalidad democrática, es decir, trastocar el orden normal especialmente en sentido moral o espiritual, no se antoja compatible con la cuna de la democracia contemporánea y el espejo en el que la comunidad internacional busca referencias y valores.

Trump ha conseguido en tiempo récord fracturar a la sociedad norteamericana; no hay que olvidar que ha recibido más de 70 millones de votos en los recientes comicios presidenciales. Ha utilizado en beneficio propio las principales instituciones hasta intentar vaciarlas de contenido; es decir, nacional populismo trumpista. Pero también ha sabido conectar con la rabia de determinados sectores de la población, como destacaba Bob Woodward en su libro de entrevistas a Donald Trump, ‘Rabia’. “Yo hago rabiar. Lo hago. Siempre lo he hecho. No sé si eso es una ventaja o un inconveniente, pero el caso es que lo hago”, confesaba en dos entrevistas realizadas el 31 de marzo de 2016 y ratificaba el pasado 22 de junio de 2020.

Lo sucedido ayer es la evidencia más palpable. Cuatro fallecidos y un número indefinido de heridos y detenidos producto de la rabia. De un mensaje que ha ido calando durante estos últimos cuatro años que se concentra en el odio al otro: es indiferente si hablamos de identidad étnica, sexual, racial, religiosa o ideología política. La búsqueda permanente del catalizador del descontento y, al mismo tiempo, de la explicación del origen de todos los males.

‘Trump first’

Ayer, por ejemplo, los alrededor de 4.000 fallecidos y cerca de 260.000 nuevos contagios de Covid-19 no fueron un impedimento para movilizar a los sectores más radicalizados en una muestra más de, hasta qué punto, el objetivo no era ‘America first’ sino ‘Trump first’. Esta tipología de liderazgos, cuyo potencial destructor suele ser abiertamente minusvalorado, practica la política de tierra quemada. Una vez que los mecanismos democráticos ya no le son útiles como herramienta de mantenimiento en el poder son saboteados.

Hay que recordar que, a pesar de todo, las instituciones han funcionado en Estados Unidos pese a los múltiples intentos de malversación. La apelación permanente al fraude electoral ha sido desarticulada política y judicialmente, aunque ha calado en un sector de los votantes de Trump agitando, de nuevo, la rabia. Si las fuerzas armadas, parte del propio partido republicano o, finalmente, el vicepresidente Pence, no hubiesen cumplido con su papel institucional podríamos encontrarnos hoy ante otro escenario mucho más complejo.

No en vano, el arzobispo de San Francisco, Salvatore Cordileone, ha avisado rotundamente que “a las muertes por una pandemia y la destrucción causada en los medios de vida de las personas, no necesitamos añadir un intento de guerra civil”.

La democracia es un proceso, una dinámica. No es un sistema estático en el que, a través de una Constitución y de un sistema institucional todo fluye con naturalidad. Por eso hay que cuidarlo, cultivarlo y apuntalar su mantenimiento mediante un mecanismo de contrapesos que supervise y vigile los intentos de subversión del mismo. Si los ataques permanentes a las instituciones, apoyados en soflamas o discursos interesados –partidistas o personalistas– consiguen su fruto y son deslegitimadas finalmente, el sistema entra en una crisis de consecuencias imprevisibles.

El cardenal Wilton Gregory, arzobispo de Washington, no ha dudado en señalar que “quienes recurren a una retórica incendiaria deben aceptar cierta responsabilidad por incitar a la creciente violencia en nuestra nación”. Son tiempos convulsos y lo acontecido en estas horas en Estados Unidos debería de constituir una experiencia pedagógica esencial para el conjunto de la comunidad internacional.

Aviso a navegantes: arrogarse la prerrogativa de hablar en nombre del pueblo suele ocultar habitualmente intenciones personales espurias. Es la permanente contienda entre los principios e intereses. En el caso de Trump, como concluía Woodward, ha transformado sus impulsos personales en principios de gobierno demostrando que “no era el hombre indicado para este trabajo”. Restañar las heridas abiertas no será una tarea fácil.