Tribuna

La caducidad del luto

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Vivir el duelo mientras se vuelve a la vida cotidiana. Esto se nos pide cuando la muerte entra en nuestra vida. Y nos invitan a distraernos, a avanzar, a no a mirar atrás y a pensar en quien queda. Los que se han ido no vuelven, tenemos el deber de seguir viviendo y, para hacerlo, solo hay un camino: dejar de lado el pasado.



El dolor y los recuerdos se pueden aceptar, por supuesto, pero solo por unos días. El luto, -el comportamiento social que señala el paso de la muerte-, es inútil y retrógrado, un conjunto de rituales que la modernidad rechaza. Como un vestido pasado de moda o una película en blanco y negro. No se dice, pero se piensa: es una pérdida de tiempo. La insistencia en el dolor es una locura.

Cada vez más en estos años, -en los que los muertos están más presentes en mi vida por motivos personales-, cuando asisto a un funeral no puedo evitar pensar en los ritos que conocí en mi infancia. Los recuerdo con claridad. Como las mujeres que lavaban y vestían a los muertos. O el olor, una mezcla de flores, cera y aceites. Todavía no sé por qué a los muertos se les lavaba con aceites.

Y luego la cama, preparada con las mejores sábanas para soportar la larga vela al difunto. El cuidado por no dejar el cuerpo solo ni un momento. También recuerdo con nitidez los funerales. Las religiosas en primera fila, las mujeres vestidas de negro y los hombres con un brazalete negro en la chaqueta. Para los ricos había hasta coro. La ceremonia en la iglesia, las palabras del sacerdote, la música y el dolor que se fundía con las oraciones. El luto comenzaba con estos rituales. Para los familiares cercanos, el luto, es decir vestir ropa de color negro, podía durar un año o incluso dos.

Las almas presentes

Después se iba relajando con alguna concesión. Pero nada de diversión ni fiestas ni frecuentar amistades. Las visitas se reservaban al círculo más estrecho. Los que morían seguían presentes puesto que se hablaba de ellos y ellos hasta hablaban a los vivos. El retrato del difunto rodeado de velas y flores se colocaba en un lugar principal de la casa. Recuerdo dos vecinas que cada vez que entraban en casa saludaban a sus difuntos. “No hay nadie”, les dije una vez. Yo debía tener unos 5 años. “Están las almas de los muertos”, me respondieron.

Las almas seguían cerca de sus seres queridos, se les pedía consejo y se les rezaba esperando sus gracias. En el otro reino, tenían mayores poderes y podían velar por nosotros. La muerte no interrumpía la comunicación, la vida no obstaculizaba la memoria, por el contrario, la entendía y la alimentaba. Las almas de los muertos podían asustar, porque eran severas y controlaban a los vivos, pero juntas protegían y nos garantizaban el contacto con un mundo al que algún día iríamos todos.

La abuela visitaba al abuelo en el cementerio dos veces por semana, los jueves y los domingos. Yo la acompañaba muchas veces a pesar de que no le conocí. Primero comprábamos unas flores y, una vez que llegábamos a la pequeña capilla familiar, ella lo limpiaba todo. Yo iba a por agua. Solo cuando todo estaba reluciente, la abuela hablaba con el abuelo. Le contaba las novedades de la familia.

Después se despedía y nos marchábamos. Así hacía dos veces por semana, siempre que le fuera posible. En cuanto a mí, ser elegida para acompañarla era un privilegio. Solo ahora entiendo por qué. Participaba en el rito de duelo y esto me hacía entrar en el mundo de los adultos. En el mundo de las mujeres que habían presenciado, velado y protegido la memoria y la vida tras la muerte de sus seres queridos.

Porque, todas las mujeres eran las protagonistas del ritual del final de la vida. Los únicos hombres que estaban allí eran el sacerdote, el sepulturero y el coro en el funeral, porque los demás siempre regresaban lo antes posible a sus quehaceres cotidianos. El dolor no era cosa de hombres. Las mujeres tenían la tarea de no olvidar y de conectar el presente con el pasado. Una vez más, asumían la tarea de dar vida, una segunda vida, la del recuerdo y la memoria del amor que no termina con la muerte, sino que encuentra nuevas formas para permanecer y seguir existiendo.

No tengo nostalgia de aquellos tiempos, no creo que fuera lo más apropiado porque no dejo de ver que, incluso en la gestión de la muerte, hay una separación de roles que han marcado la condición femenina. No puedo bendecir los deberes de las mujeres, siempre dedicadas al cuidado, incluso al cuidado de los muertos. Pero veo claramente lo que ha sucedido desde que se abolieron los rituales de la muerte.

El luto se considera inútil y el cuidado de los que ya no están se deja en manos de “los especialistas”. Dado que la gente generalmente muere en el hospital, el dolor, la enfermedad y la atención se manejan desde afuera y tanto las mujeres como los hombres, son solo meros espectadores de un evento inevitable.

¿Mejor olvidar que sufrir?

El culto de la memoria, la cercanía con los que ya no están y el diálogo que continúa incluso cuando la respiración se ha detenido, se han reducido o abolido. Digresiones sentimentales inútiles que quitan tiempo a la vida de los que se han quedado. Esto nos lo exige la cultura de nuestros países progresistas y avanzados, que vive una paradoja y una contradicción. Si bien el discurso público invita a la memoria y al estudio de la Historia y el rechazo al olvido es un deber cívico celebrado por las instituciones y enseñado en las escuelas, la muerte de los individuos se borra y se obvia.

Desde que se rompió el vínculo entre la mujer y la muerte, o más bien el cuidado de la muerte, se rompió también el hilo con la segunda vida del recuerdo y la memoria y el luto se empezó a considerar algo inútil.

Pero, ¿es realmente positivo, es bueno para los que se quedan que los que no están desaparezcan repentinamente?, ¿y es realmente una locura seguir sufriendo para no abandonar el recuerdo?, ¿es realmente mejor olvidar que sufrir?, ¿es esto lo que debemos enseñar a nuestros hijos?, ¿es esto hacia lo que debemos avanzar de cara al futuro?, ¿o más bien mujeres y hombres tenemos que reconstruir una cultura de duelo, de aceptación de lo inevitable, del dolor y del misterio de la muerte como oportunidad para redescubrirnos y encontrarnos?, ¿dar una segunda vida a los que no están y esperar a recibirla como un regalo? Como dijo el poeta, solo aquellos que no dejan una herencia de afectos encuentran poca alegría en el ataúd. Y tenía razón.

*Artículo original publicado en el número de abril de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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