Tribuna

La belleza y riqueza de la añoranza

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Un cuento que no es cuento para comenzar… “Quién no le tiene miedo a una araña”, gritó despavorida María, tirándole un zapato al pobre bicho, que arrugaba sus ocho patas para proteger su telar. Ciertamente, Ñori, la arañita, sabía que no era tan agraciada como las mariposas, con sus colores y sus bellas alas, que desplegaban en el pantanal. Tampoco era como las chinitas o mariquitas, tan coquetas con sus lunares y brillo espectacular. Definitivamente, el Creador no le había regalado belleza y no era bienvenida de primera en ningún lugar, pero estaba convencida de que tenía mucho que aportar si le daban una oportunidad.



Ñori vivió escondida por muchos años, tejiéndose solo unas medias y un sombrerito para soportar el tedio de no ser vista ni amada por nadie del lugar, hasta que vino un gran estruendo y todos los animales del pantano quedaron distanciados con las ramas y escombros que parecían una hecatombe nuclear. Las mariposas no podían llegar a las flores, las ranitas no lograban tomar agua del río, las chinitas no podían volar y María, la niña humana, estaba completamente sola y asustada.

Hilos invisibles

Ñorí, despacito, salió de su madriguera y empezó a tejer hilos invisibles y muy resistentes que nadie podía apreciar. Al final del día tenía un alambicado tejido que conectaba a todos con todo y por el se pudieron comunicar. María y todos los seres le dieron las gracias porque, a pesar de su feo aspecto inicial, Añoranza (que era su nombre oficial) les había enseñado a comunicarse y a amarse con mucha más profundidad que antes y eso nada ni nadie se lo podría arrebatar; solo había que afinar la vista y ver que todos eran –gracias a su telar– una unidad.

De un día para otro, los seres humanos, gracias al Covid-19, despertamos de un sueño de positividad sin límites, donde creíamos que todo era posible, eterno y que, con solo un toque en una pantalla, ya teníamos asegurado todo lo que necesitábamos y deseábamos para nuestra felicidad. Un bien, una compra, un servicio, un viaje, un negocio, una ganancia, un trabajo, un abanico infinito de posibilidades que, con más o menos dificultad, no ofrecía límite alguno para nuestro poder terrenal.

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Libertad sin fronteras

Sin embargo, nuestra libertad sin fronteras también se extendió a los vínculos que nos nutrían y a derechos que dimos como eternos y que jamás nos podrían arrebatar. Cuando quisiéramos, podíamos reunirnos, bailar, abrazar, viajar, ir a ver a nuestros enfermos, desplazarnos, desarrollar nuestros talentos y emprendimientos y administrar nuestra vida con plena autonomía y seguridad. Un balde de realidad nos cayó en la cara y nos dimos cuenta de nuestra fragilidad, de lo poco que podemos elegir en realidad y de que cada “derecho” ganado, no era más que una bendición que no supimos valorar.

Con las nuevas normas y la distancia social, con las muertes, con la paranoia y la enfermedad, con la incertidumbre y la recesión económica mundial hoy no hay quien no añore con lágrimas el pasado que dejamos atrás. Como si fuera una araña fea y asquerosa, a la sensación de pérdida, de límites y de dolor real, les quisiéramos lanzar un zapato y que desaparecieran de nuestra vista y todo esto no fuera más que una pesadilla colectiva que ya va a acabar.

Añoranza… y saudade

Los nietos que extrañan a sus abuelos, las familias que no se pueden encontrar, los amigos que anhelan una cerveza o un partido de fútbol o las amigas que salen a pasear. La añoranza –al igual que las arañas– tiene tantas especies como vínculos podamos dimensionar.

Quizás la añoranza se queda corta para expresar lo mucho que sentimos en la actualidad y, por eso, esta palabra del portugués, saudade, nos puede ayudar un poco más. Según la definición, saudade expresa un sentimiento afectivo primario, próximo a la melancolía, estimulado por la distancia temporal o espacial a algo amado y que implica el deseo de resolver esa distancia. A menudo conlleva el conocimiento reprimido de saber que aquello que se extraña quizás nunca volverá.

Sentimiento encarnado

Podríamos agregar que afecta a todas nuestras dimensiones y que no se puede eliminar: es un sentimiento muy encarnado, similar a la sensación de tener un pedazo menos. Lo curioso y misterioso de este sentir tan físico y psicoespiritual a la vez es que se sufre y goza al mismo tiempo, porque nos conecta con lo que Ñori, nuestra araña, tejió en el pantanal: el tejido invisible y real que nos une con todo y con todos haciéndonos valorar con nuevos ojos la vida y los vínculos como primera necesidad.

Sentir saudade por un abrazo, un hijo, una amiga, un espacio o lo que sea que hoy nos provoca un forado relacional es el “precio” o contraseña para recibir a cambio las primeras lecciones de un nuevo lenguaje de amor que podemos balbucear. Es como si, al perder algo o a alguien, el hecho de quedar con el vacío en el cuerpo, en el corazón, en la mente y en el espíritu, nos permitiera elevarnos del peso “material” y acceder a una dimensión invisible y real donde nos podemos recomunicar, pero ahora de un modo mucho más intenso y nutritivo.

Energía de otras personas

Un ejemplo nos puede ayudar: supongamos que, por la cuarentena, hemos quedado imposibilitados de encontrarnos con nuestros padres o algún ser muy querido físicamente hablando. El vacío sensorial está en que no lo podemos tocar ni abrazar; sin embargo, ese dolor “dulce” de extrañar nos impulsa a conectarnos con la presencia y energía de esa persona con otras formas, como, por ejemplo, cocinando su comida favorita, escuchando su música, teniendo un encuentro online dedicado, escribiéndole una carta como las de antes, vistiéndonos con su color preferido, etc.

Todas esas formas nos permiten sentir su energía y “navegar” por una red invisible que no tiene límite alguno en espacio ni temporalidad. Es más, perdura y trasciende incluso a la muerte, porque la energía del amor no desaparece nunca, solo se transforma. Nuestro desafío es reconocer los nuevos modos de conexión. Amor con amor se paga, pero no necesariamente con la misma moneda que dimos a cambio; quizás no vamos a sentir el abrazo pegote de un nieto regalón, pero sí su ternura y preocupación por nosotros, por medio de una foto disfrazado como si fuese el abuelo, y esa vivencia tiene tanto o más valor.

Amor con mayúscula

Ñori, la arañita que une todo con su tejido firme e invisible, no solo nos puede unir con nuestros seres queridos vivos o los que ya no están en nuestro mundo, sino que tiene un poder maravilloso de conectarnos con una sed más profunda y grande aún, que es el Amor con mayúscula (Dios para los creyentes), en donde toda inquietud o dolor desaparece por estar en plenitud total; por estar de vuelta en el hogar.

La añoranza actual nos puede conducir al anhelo, que es una vivencia humana que nos “recuerda” que no vivimos solo del mundo, que no pertenecemos solo a él y que en cada uno de nosotros “habita” un paraíso perdido al que queremos regresar. La crisis actual nos permite vaciarnos de urgencias, de cosas materiales, de agendas atochadas (aunque el teletrabajo, inesperadamente, parece volver a saturar), y, así, tener la oportunidad de trascender a ella, llenándola de sentido y de amor profundo que nos haga mejores personas y que nos permita construir un mundo mejor.

Amar más y servir mejor

Hay muchas teorías sobre el origen de la pandemia y seguramente muchas son ciertas, pero, a nivel personal, son muchos los que, sin obviar el dolor, la renuncia, la dificultad y la añoranza extrema, ven que algo bueno podemos sacar de todo esto y que es justamente amar más y servir mejor, saliendo de la lógica consumista, individualista y del rendimiento en que veníamos sin parar de galopar.

La vida, como los ríos, tiene “memoria” y, por mucho que se le trate de encauzar, controlar o manejar a nuestro antojo para llevarla a los “canales” más efectivos y productivos, más temprano que tarde vuelve a su cauce y toma su lugar. Esta añoranza es un llamado, una voz que no podemos desoír para volver a poner los vínculos y el amor que nos une como lo fundamental.
Estamos recibiendo el llamado del cielo y que no podíamos oír en la vida pasada. Es un susurro que ahora podemos oír y que nos recuerda que somos más que trabajadores para rendir, producir, comprar y aparentar.

Nos podemos volver a sentir humanos, hermanos y experimentar un amor inefable que nos puede salvar y dejar un mundo nuevo para las generaciones que vendrán. Dicho con otras palabras, es volver a conectarnos con el Amor (Dios), con nuestro origen, y sintonizar nuestra vida en torno al amar que nos sacia y nos da eterna felicidad.