Tribuna

La belleza de la Inmaculada

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San Efrén de Siria, llamado el arpa del Espíritu Santo y Doctor de la Iglesia, es responsable de los himnos más hermosos dedicados a la Virgen María. Himnos en los cuales florece el íntimo sentido que tiene de la acción de la Virgen María en nuestras vidas.



Por eso es popular, y siempre actual. Es su experiencia la que reza y canta. Los grandes doctores no sabrán descubrir, hasta pasado mucho tiempo, ese recurrir suyo, humilde, doloroso, tierno y confiado, ante María. Según Benedicto XV, san Efrén “nunca canta cánticos más dulces que cuando ha dispuesto sus cuerdas para cantar las alabanzas de María”.

Nadie parece haber tenido con tan luminosa claridad el camino para entrar en la profunda dimensión de la belleza de la Inmaculada. Ante Ella, escribirá, el amante se maravilla; “mientras que el investigador curioso se llena de vergüenza y su oído se tapa, para no atreverse a fisgonear en la Madre que dio a luz en virginidad inviolada”. Sobre su belleza, San Bernardino de Siena; nos apunta que la belleza de la Inmaculada es cuádruple, y sobre ella van estas líneas.

De la belleza de la santidad y el alma de María

En la Italia del siglo XV, uno de los predicadores que más difundieron la doctrina de la Inmaculada fue San Bernardino de Siena. Resaltó cuatro aspectos que delinean la belleza de la Inmaculada. El primero de ellos es la belleza de la santidad en su concepción. Enseñó que Dios comunica normalmente la santidad a los hombres por medio del bautismo. Sin embargo, existe otro grado superior de comunicación que consiste en que esa santificación la comunique directamente el Espíritu Santo, elevándola a un nivel de santidad superior al que proporcionan los sacramentos. San Bernardino resalta, en este grado, dos operaciones distintas: por la una conoce y santifica al privilegiado; por la otra operación, no solo se consagra, sino que se llena de Espíritu Santo.

Para él, por sobre esta gracia más perfecta existe otra: la de reservar el alma de María, para que no conozca siquiera la sombra de pecado. Convenía que así fuera en atención a la dignidad, en la que había de compartir con el Padre el derecho de llamar hijo a Cristo. El segundo de los aspectos es el referido a la debida iluminación que la inundó. María, desde su primer momento, fue iluminada por Dios. Por ello, las luces de su alma fueron superiores a las de cualquier santo. Además, desde ese primer momento, gozó del libre albedrío y cooperó con él a la santidad.

Virgen Maria

De la belleza por la caridad y por la sumisión de la carne

Si en alguien se cumplió a cabalidad aquello de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu, fue, justamente, en María. Amor que se correspondió con el conocimiento que tuvo de Él. Esta caridad la hizo desear y pedir la redención y encarnación del verbo. “Ella sola ejerció más presión que todos los patriarcas y profetas”, señaló San Bernardino. María alcanzó la más plena unión con Dios, pero obtiene para sí el colmo de la belleza, precisamente, en su humildad sumisa. Una sumisión que vio el propio San Bernardino derramada en su fragilidad y sencillez. Sumisión que nunca se vio alterada, a pesar de llevar en su vientre a Aquel que es verdad, sabiduría, belleza y amor, sobre todo amor que se da irresistiblemente.

San Bernardino descubrió la profundidad de la belleza del alma de María desde una perspectiva cristocéntrica. María es Madonna, es decir, “señora por excelencia”. A Ella todo homenaje, a Ella el saludo del ángelus. “Oh vosotros que sois de Siena ˗decía a sus conciudadanos en 1427˗, cuando en la tarde suena el Ave María haced que desde entonces en adelante os arrodilléis, quitándoos la capucha por amor a Ella, rogándole, por último, que nos conceda aquello de que tenemos necesidad”. María es inmaculada; no solo fue libre de pecado aherrojada por la gracia, sino que se mantiene inmaculada, muy a pesar de los señalamientos que en su contra se hacen, de los atentados que su figura vive con odiosa frecuencia. Ruega por nosotros, Madre inmaculada. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y aprendiz del Colegio Mater Salvatoris