Tribuna

Franco ha muerto: y llegó la democracia a las relaciones Iglesia-Estado…

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Asistir a un hecho histórico no sucede todos los días. Yo tuve esa oportunidad el 26 de julio de 1976, cuando el cardenal Jean Villot, secretario de Estado de Pablo VI, y Marcelino Oreja, ministro de Asuntos Exteriores, firmaron el convenio marco que ponía fin al Concordato de 1953, abriendo la puerta a una serie de acuerdos parciales para regular las relaciones Iglesia-Estado en la España del postfranquismo. Como enviado especial del diario Ya, seguí ese momento y recuerdo la emoción del joven político cuando nos explicó, en la embajada de España ante la Santa Sede, el significado de lo que acababa de firmar en el Palacio Apostólico.



Tan solemne acto fue posible porque, el 12 de julio de ese mismo año, el rey don Juan Carlos manifestaba en una carta al papa Montini (entregada personalmente por el marqués de Mondéjar, jefe de la Casa Civil de Su Majestad) que renunciaba al multisecular privilegio de la Corona española para intervenir en el nombramiento de obispos. Asunto que había sido objeto en su día de un intercambio de cartas entre Pablo VI y el general Franco, que no accedió a la petición papal de renunciar a ese derecho heredado de sus predecesores en la jefatura del Estado.

Franco lo rechazó

Ya el Concilio Vaticano II, en el decreto ‘Christus Dominus’ (n. 20), pedía a las autoridades que, en virtud de acuerdos o por costumbre gozaban de derechos o privilegios en el nombramiento de obispos, renunciasen “espontáneamente” a ellos. Llamamiento al que Franco y sus gobiernos hicieron oídos sordos.

Previamente a la sabia decisión del Rey, y aún en vida de Franco, sus ejecutivos habían insistido tenazmente en la sustitución del Concordato de 1953 por otro nuevo. En su elaboración trabajaron sin descanso el que fue durante tantos años embajador de España ante la Santa Sede, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, y Agostino Casaroli, entonces subsecretario para las Relaciones con los Estados. Fruto de esos trabajos fue el llamado, aunque nonato, concordato Garrigues-Casaroli.

Este habría salido adelante si no se hubieran opuesto a él los cardenales Tarancón y Jubany, que contaron con el apoyo de Benelli, potente sustituto de la Secretaría de Estado, y del nuncio en Madrid, Dadaglio. Al referirme a este último debo hacerlo con sumo agradecimiento, puesto que fue él quien me ordenó sacerdote el 2 de febrero de 1968.

Un actor clave

Nadie puede negarle que su acción fue decisiva en la renovación del episcopado español y en abrir nuevos cauces a las relaciones con el Estado. Creo que estamos en deuda con él porque trabajó durante 13 años en la nunciatura, concediéndose como único descanso la pintura (firmaba sus cuadros como Dalu). Tampoco Roma fue muy generosa con él: fue el primer nuncio en Madrid que no recibió el capelo cardenalicio al cesar su misión; fue nombrado secretario de la Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, cargo que ocupaba quien le sucedió en Madrid, Innocenti. En 1985, Juan Pablo II le rehabilitó, le nombró penitenciario mayor y le hizo cardenal. Finalmente, le designó arcipreste de la Basílica de Santa María la Mayor.

Rey Juan Carlos I y cardenal Tarancón

Su actuación fue fundamental para el nuevo rumbo de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; supo rodearse de excelentes colaboradores, entre los que destacó el jesuita José María Díaz Moreno, profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Comillas y a cuyas clases tuve el privilegio de asistir. Otro excelente compañero de equipo fue Jesús Irribarren, que alternaba esos delicados trabajos desembocados en los acuerdos de 1979 con sus editoriales en el Ya; con él compartí muchas horas de conversación en nuestro común despacho del rotativo madrileño de tan infausto final.

Con Dadaglio llevé a cabo algunas discretas gestiones que siempre me agradeció. Ese fue mi grano de arena en unos tiempos no tan remotos pero que son ya pieza de la historia española.