Aprendiz y ‘secundador’ de todos los papas que he conocido, no entiendo el gesto de extrañeza de algunos cuando digo que no hay contradicción entre reconocer que Juan Pablo II es el papa de mi vida, y que mi entusiasmo por lo que Francisco –fallecido hoy– decía y hacía no dejó de crecer desde el primer día de su pontificado. Y que, de ellos, de los tres incluyendo a Benedicto XVI, he aprendido cosas sorprendentes, con las que a lo largo de los años he podido cambiar mi percepción de la realidad y descubrir llamadas nuevas a la conversión personal y eclesial. Lo que concuerda con una convicción más objetiva: entre los diversos sucesores de Pedro, siempre hay procesos de novedad en la continuidad, difícilmente de contraposición o de contradicción.
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Hasta hoy, jamás se había dado una oposición radical a un pontificado por parte de aquellos que hasta ese momento se habían empeñado en convencernos de su inquebrantable reconocimiento del magisterio petrino, como garantía de seguridad doctrinal y de comunión eclesial, cuando en realidad lo que ahora sale a la luz es una patraña ideológica: la única seguridad doctrinal defendida fue siempre la seguridad en sus propias convicciones pretendidamente justificadas en el magisterio eclesial, especialistas en seleccionar y manipular dicho magisterio aprovechando la necesidad de su comunicación divulgativa, para distorsionarlo a su antojo. Y la única supuesta comunión eclesial reclamada no era sino la defensa de una uniformidad dictada por una élite patrimonialista de la fe, que se consideraba y se sigue considerando bandera de la ortodoxia.
Extremos impensables
Esta situación llegó a extremos impensables hace algunos años: en no pocas parroquias, si un sacerdote citaba al Santo Padre en su homilía, se arriesgaba a que le hicieran un juicio sumarísimo a la salida del templo acusándole de hereje (a mí me ha pasado), y hasta se oían voces mediáticas que no tenían ningún reparo en desear públicamente la muerte cuanto antes del Pontífice, aunque se autopresenten como voces católicas.
Para no pocos, este pontificado era como una pesadilla. Lo único que les gustaba del Papa era que de vez en cuando decía que, si llegaba el momento de verse incapaz de seguir su misión, no tendría ningún reparo en seguir los pasos del papa alemán y renunciar. Creen que con esta actitud no contradicen su fe, su vocación y su misión como cristianos y como ministros de la Iglesia. En realidad, no solo hacen las tres cosas, sino que convierten también en completamente inútil su trabajo pastoral, porque el Espíritu Santo no apoya al que rompe la comunión y, sin Él, todo es en el mejor de los casos pérdida de tiempo, cuando no vil servicio a las artimañas del Enemigo.
Pedro, obispo de Roma
Solo si de verdad nos disponemos a mendigar desde la humildad la necesidad de ser guiados por el Espíritu, entenderemos que Pedro sigue siendo hoy ese pastor que “a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos”. Bergoglio lo había explicado en su última entrevista en la radio de una villa de Buenos Aires antes de ir al cónclave en el que iba a ser elegido sucesor de Pedro, y luego lo explicaría en su exhortación apostólica ‘Evangelii gaudium’ (EG 31).
No puedo olvidar cómo, tras presentarse sencillamente como “obispo de Roma”, en la celebración de inicio de su pontificado, al comentar la imagen del triple lugar del pastor en una retransmisión radiofónica del evento en directo, en antena me dijeron que no se podía interpretar el magisterio de un papa acudiendo a textos pronunciados antes de ser elegido. Yo me callé para no confundir a la audiencia. Al término de la retransmisión, pregunté el porqué de esas correcciones, y me contestaron que la situación era muy delicada porque estaba en peligro la continuidad con Benedicto XVI. Fue mi primera percepción de un temor absurdo, que traería luego una cadena de amenazas a la comunión eclesial, cuando la novedad nunca pone en peligro la continuidad, pero sí hace peligrar nuestras falsas seguridades. Porque, como diría Francisco poco después de su elección, “el Espíritu Santo nos da fastidio” (16 de abril de 2013).
