Escuchar como obra de arte
En este tiempo, donde se habla tanto de la escucha —especialmente a partir del Sínodo de la sinodalidad— comparto algunas reflexiones sobre lo que significa realmente escuchar. Para mí, escuchar es un arte. No se trata solo de guardar silencio mientras el otro habla, sino de comunicar con gestos, con presencia, que queremos estar ahí para él o ella.
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Como el artista frente al lienzo, quien escucha se convierte en pintor de presencia: cada gesto, cada silencio, cada mirada es una pincelada que da forma a un espacio seguro, cálido y humano. Es una forma de decirle al otro “tu historia importa”, en un entorno de belleza, de humanidad, de Cristo que se hace oído.
Escuchar implica una apertura activa del corazón, una hospitalidad que prepara el alma como quien dispone su casa para una visita especial. Es un silencio que no es frío ni distante, sino cálido, que abraza. Ese silencio permite que el otro se anime a hablar, y al hacerlo, se escuche también a sí mismo. Se sienta visto, valorado, amado.
Escuchar: un acto de resistencia
Vivimos en una época donde todos quieren hablar, opinar y hacerse escuchar. Pero ¿quién se detiene a escuchar de verdad? Escuchar no es solo oír palabras: es acoger, es estar presente, es abrir un espacio donde el otro pueda ser. En la pastoral, esta práctica se transforma en servicio, en ministerio, en profecía.
En una sociedad que gira en torno al yo, donde el ruido del ego ahoga la voz del otro, escuchar se vuelve un acto de resistencia. Es contracultural. Es negarse a la indiferencia, al juicio rápido, a la prisa. Pero también es una puerta abierta a la esperanza: porque allí donde alguien se siente escuchado, comienza a sanar. A veces basta una mesa sencilla, un cartel que diga “te escucho”, para que el milagro del encuentro suceda.
Este servicio exige mucho. Hay que dejar de lado el yo y abrirse al otro. Es un amor que se traduce en paciencia, que no mira el reloj, que se entrega. Es un tiempo que construye comunidad, que rompe el aislamiento y la indiferencia.
Escuchar con el corazón
En la historia de Abraham (cf. Gn 12,1), Dios le dice “Lech Lecha”, que significa “ve hacia ti”. El camino hacia Dios empieza por mirar hacia adentro. Porque ahí, en lo más profundo, es donde Dios nos habla. Escuchar a Dios no es fácil: requiere fe, y cuando lo hacemos, algo se mueve en nosotros. Nos sentimos buscados, amados, acompañados.
Quien se ha encontrado con Dios en lo íntimo puede escuchar con autenticidad, sin miedo, sin máscaras. Porque el corazón que ha sido tocado por la Palabra se vuelve tierra fértil para acoger otras voces.
Escuchar a Dios nos prepara para escuchar al otro. Y cuando estamos frente a alguien, pisamos tierra sagrada. A veces esa tierra es suave, otras veces es barro o piedras que duelen. Pero siempre es real. Escuchar es dejarse tocar, de corazón a corazón.
Es como el encuentro de Jesús con la samaritana: dos sedientos que se reconocen, que se miran, que se escuchan. Y en ese diálogo, ella descubre que hay alguien que no la juzga, que la ve, que la acompaña. Escuchar es eso: ayudar al otro a descubrir quién es, a sacar lo que lleva dentro, incluso lo que está dormido o escondido.
Quienes escuchan de verdad se convierten en exploradores de manantiales interiores. Son capaces de acercarse y tocar de cerca, de perder tiempo con ternura, de escarbar en las apariencias, de ayudar a otros a hacer surgir el agua viva que habita en lo profundo de cada persona.
La escucha es tan sagrada que transforma a ambos. El que escucha se convierte en refugio para quien sufre. Y no se trata de dar respuestas teológicas o consejos. A veces lo único que hace falta es amar. Escuchar sin importar creencias, sin juzgar. Ser agua fresca para los samaritanos de hoy que nos dicen: “dame de beber de tu escucha”.
Conclusión: escuchar es amar
Escuchar es una forma de amar. Es un servicio que nace de la compasión, que busca ser instrumento de la misericordia de Dios. Es la Iglesia saliendo al encuentro, como lo hace Jesús.
Este ministerio no se basa en creerse salvador, sino en reconocer nuestra propia fragilidad. Eso nos libera de querer “arreglar” al otro y nos invita a simplemente estar, acompañar, esperar.
Hoy más que nunca necesitamos escucharnos. Como comunidad, como Iglesia, como humanidad. Porque mientras los grandes discursos mueven multitudes, las grandes escuchas transforman vidas.
Escuchar es el primer paso hacia el amor. Y el amor nos saca de nosotros mismos para encontrarnos con el otro. Inspirándonos en el espíritu de Mateo 25, podríamos decir: “Estuve solo y me escuchaste”.
Porque fuimos hechos para el amor, y en cada uno hay “una ley de éxtasis: salir de sí mismo para hallar en otro un crecimiento de su ser” (FT 88).
