Tribuna

Epifanía y la carta del niño Pablo

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Hoy, como muchos días, bajo a la calle y siento la luz que me envuelve y me abraza invitándome a vivir. Observo que mi calle está vacía y desocupada, y recuerdo que es víspera de la fiesta de Reyes y todo comienza a prepararse para la cabalgata que se dispone y sale de este barrio mío porque sus majestades llegarán en tren –no en Ave- y estamos junto a la estación. Y recuerdo la fiesta que se celebra entre los cristianos y la anécdota de un niño limpio e inocente, Pablo.



Celebramos en la Iglesia que todos los pueblos le darán gloria a Cristo, porque la salvación alcanza a todos ellos. Creíamos que no había salvación fuera de la Iglesia y la Iglesia ha de confesar que la salvación es para todos los pueblos. Todos estamos llamados a la plenitud de lo humano. El camino de la salvación, el que lleva hasta Dios, es el del hombre. La gloria de Dios es el hombre viviente, hoy es el día de la luz de la vida que ilumina a la humanidad. Abrirse a la luz de Dios, es recibir su manifestación en los caminos de la historia. Los sencillos encuentran el rostro de Dios, los limpios de corazón, porque lo buscan sin condiciones previas. Dejemos que Dios nos sorprenda y nos muestre su rostro en los acontecimientos de cada día, fuera de los palacios, los poderes y los templos, en el corazón de lo humano, de lo oculto, en lo pequeño. La estrella busca signos humanizadores para ponerlos en el candelero y que alumbren a todos los hombres. ¿Se parará en lo alto de mi casa y de mi mesa? Miremos a Pablo y lo que él pide todos los años a los reyes insistentemente porque no acaban de concedérselo.

Pablo, un niño de diez años, en su infancia llena de fantasía del Reino, sigue pidiendo cada año con insistencia a los Reyes aquello que le parece fundamental para la humanidad: la paz para que no haya guerras, que todos los niños tengan una familia como él la tiene, que no haya pobreza en el mundo. Cuando escribe su carta, en el comienzo vuelve a repetir sus peticiones de cada año, y al final insiste y quiere ponerlo de nuevo para que lo puedan leer dos veces. La madre le pide que no sea pesado, que los reyes con una vez se enteran, pero el persiste: “Mamá, lo tengo que repetir porque casi todos los años me traen lo que le pido para mí, pero no acaban de traer lo que le pido para los demás…”. Para Pablo es muy importante que sus deseos, que son los de los que sufren se cumplan de verdad.

Los deseos de Pablo

Pero para eso el camino, todavía es pronto para él –esperemos que no tarde para nosotros- es que sepamos pedir la pobreza de Dios. Qué contradicción, nuestra pobreza amante se convertirá en su riqueza cumplida. Sus deseos llegarán en la entrega de nuestros caprichos y en la moderación de nuestros deseos propios. Por eso es un atrevimiento, pero no puede ser de otra manera, que nosotros aprendamos a pedir la pobreza que enriquece, si queremos que los deseos de Pablo, que son los de los que sufren, se cumplan y no tenga que repetirlos insistentemente en su carta a los reyes todos los años.

Si nos dejamos llevar por este espíritu epifánico de Pablo, de la mayor inocencia, hemos de pedir ante el Padre Dios, mirando la sencillez del niño de Nazaret, el don del Espíritu que es la pobreza divina, o lo que llamamos “decrecer para crecer”. Creo que es lo que debemos pedir en esta situación de crisis, de cambio, en todos los sentidos. Deseemos ser como Jesús, libres y desocupados –como hoy está mi calle- para que para que pueda entrar la ilusión, la luz, la alegría, la esperanza, la comunidad… pobres para ser libres, estar libres, crear libertad, y ser ricos en el espíritu. Lo dice el evangelio, “es que un padre, aunque sea malo, si un hijo le pide pan le va a dar una piedra… cuánto más vuestro padre del cielo dará el Espíritu a los que se lo pidan”.

Hoy nuestra petición, motivada por el pequeño Pablo ha de ser atrevida para nosotros, nuestra iglesia y nuestra sociedad, haznos auténticamente pobres, Padre, para que pueda entrar tu Espíritu con todos sus dones, y la calle de nuestra vida y de nuestra humanidad se llene de tu vida, de tu gracia, y ahí se fundamente la nueva sociedad que necesitamos, el verdadero rostro de iglesia que soñamos, y los cristianos y ciudadanos que nosotros queremos y necesitamos ser.

Danos la riqueza de saber ser pobres para ser libres. Desocúpanos de todas nuestras ansiedades y preocupaciones, -seguridades, miedos, perezas, competitividad ,consumismo, posesiones, curriculum, poder, dinero, imagen, ataduras al fin y al cabo…-, para que descubramos que cada día tiene su afán, y que lo que realmente merece la pena es la preocupación por lo realmente humano, el Reino y su Justicia – fraternidad, participación, ciudadanía, entrega, bienser, igualdad, justicia, compromiso, cercanía, ternura, compasión, perdón, obras de misericordia-, porque si su cabalgata entra en nosotros y en nuestra vida, todo lo demás se nos dará por añadidura. Desocupemos nuestra calle personal que ya viene “el que siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza”. Para que el sueño de este niño se cumpla, para acabar con la pobreza, pidamos el don de saber ser pobres para ser verdaderamente libres.