Tribuna

En el adiós a Antonio Montero: Vivir en fidelidad

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Me piden que manifieste lo que siento al evocar a Mons. Antonio Montero Moreno, a quien estuve tan profunda e íntimamente vinculado, como colaborador suyo y después como hermano en el episcopado. Haciendo un gran esfuerzo de síntesis, situaré esta evocación dentro de un marco que pueda recoger y darle forma a un sencillo diseño de lo que durante muchos años tuve la gracia de percibir de una vida tan rica y fecunda. Nuestro querido arzobispo era un ser humano profundamente fiel.



La fidelidad era su modo de ser; lo hacía transparente, fiable, creíble y respetado por todos con naturalidad. Ese hombre fiel, por gracia de Dios estaba adornado de muchísimas virtudes espirituales, intelectuales, morales; y no le faltaban entrañables defectillos, que aceptaba con un sentido del humor profundamente sano y hasta santo.

Monseñor Montero, acompañado por varios hermanos obispos, durante la celebración de sus bodas de oro episcopales en 2019

Era fiel a su familia, a la que amaba entrañablemente y por la que ha sido amado de un modo tan singular. Era fiel a sus amigos, por eso acumuló tantos y tan buenos a lo largo de su vida y a distintos niveles: sociales, eclesiales, políticos, intelectuales… A sus colaboradores nos era fácil quererle y sentirnos queridos. Siempre estar a su lado era un estímulo. Se puede decir que D. Antonio era fiel hasta en sus costumbres y en sus pequeños y sencillos placeres de la vida.

El creyente más cabal

Pero, sobre todo, hay que señalar que su fidelidad a Dios es la gran verdad de su existencia. Estando a su lado se captaba de mil maneras cómo un sacerdote llena su vida de Dios. Don Antonio era el creyente más cabal, aunque sin alardes, que uno se pueda imaginar. Era un modelo de santidad en el día a día de su rica, variada y servidora existencia.

Su fidelidad a la Iglesia era ejemplar. A su lado se entendía una Iglesia viva, abierta, misericordiosa y servidora. Como era un lector preclaro de los signos de los tiempos y tuvo la suerte de analizarlos en tantos y tan variados servicios, tenía una profunda facilidad interior para entender lo que el Espíritu señalaba para una Iglesia fiel a su misión en el mundo. Una Iglesia misionera era el modelo de un ministerio siempre en marcha, activo y atento a las necesidades de los tiempos. Su amor a la Iglesia nunca decayó, incluso cuando tuvo que aceptar contrariedades en sus justas peticiones para el bien de la fe de su pueblo extremeño. (…)

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