Tribuna

El don de la comunión

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Si nos interrogamos “acerca de las problemáticas inherentes a la fidelidad y a la perseverancia en el estado de la vida consagrada” (n.3) es normal que lo comunitario aparezca. Pero, ¿y si el desencanto generalizado que vivimos fuera expresión de algo más profundo? Crisis en la forma de rezar, de decidir, de relacionarnos, de celebrar, de ser Iglesia. Por eso, no creo que ayude cargar las tintas en lo comunitario, ni como responsable de nuestros males ni como único garante de cambio.



La vida de cualquier persona pasa por su hogar físico y emocional, ese espacio donde comparte, descansa, ama, goza, discute, estudia, reza… Quizá los religiosos vivimos un déficit de hogar, es decir, anhelamos “crear familia, aprender a sentirnos unidos a los otros más allá de vínculos utilitarios o funcionales” (CV 217). Más allá de la experiencia familiar de cada cual, seguro que coincidimos en aquellas cosas que nos hacen sentir bien y las que nos hacen daño:

  • Ayuda sentirnos queridos y, por eso, respetados, cuidados; no ayuda sentir que nos perciben como amenaza, carga, estorbo, incomodidad y, por tanto, consideren que deben controlarnos, castigarnos, dirigirnos.
  • Ayuda ser tenidos en cuenta en los asuntos que afectan a todos y compartir responsabilidades; no ayuda mantenernos al margen de las decisiones, de los procesos, de las preocupaciones y alegrías comunes, porque nos infantiliza.
  • Ayuda poder expresar nuestras emociones, tanto el cariño como el enfado, el cansancio o la alegría; no ayuda vivir en un ambiente formal donde todo está bien o todo es silencio, pero tampoco ayuda vivir en la falta de respeto continua. Es decir, no ayuda vivir en ambientes emocionalmente enfermos.
  • Ayuda sentir que en nuestro hogar (físico y emocional) estamos seguros, allí nadie nos va a hacer daño; no ayuda sospechar y menos aún experimentar que en nuestra propia casa debemos defendernos.

Si esto es experiencia común, quizá el problema esté en el marco de comprensión global de la Vida Consagrada y no tanto en enredarnos en cambios estéticos (cambiemos los muebles viejos por unos blancos de Ikea, modificamos horarios puntuales…). No podemos contentarnos con ambientes comunitarios soportables, donde al menos no estoy mal. El documento lo llama “la tentación de la supervivencia” (n.10).

Comparto algunas cuestiones que podrían ayudarnos a repensar el marco global:

La vida conventual monástica y la vida religiosa apostólica son dos vocaciones distintas, pero con el pasar de los siglos, la práctica y el magisterio las equiparan con excesiva frecuencia. Nuestro modo de relacionarnos, de gestionar los tiempos, de orar… ¿responden a una vocación apostólica o conventual?

La vida consagrada ha ido cambiando y dando lugar a estilos muy diversos de plantear la comunión. ¡Quién sabe cómo serían hoy las cosas si la propia estructura de Vida Consagrada se hubiera flexibilizado al abrirse a nuevas formas de vida (por ejemplo, los Institutos Seculares) en lugar de separarlos jurídicamente como algo distinto que con frecuencia nace bajo un mismo carisma?

Si a lo largo de la Historia ha ido cambiando la teología de los votos o de la misión, ¿por qué con la comunidad nos empeñamos en mantener las mismas claves inamovibles y en anhelar mejoras sin salir del mismo marco que proviene de siglos atrás? ¿Por qué seríamos más fieles cuanto más nos parezcamos a las comunidades de hace 20 siglos?

Toda fidelidad pasa por la capacidad de cambio y crecimiento. No se trata de inventar nada ni de pretender ser modernos. Se trata de abrirnos a “la novedad de Dios” (n.9) que nos habla dentro y fuera para curarnos del virus de la autorreferencialidad que “hace el aire irrespirable” (EG 136). Cuando el entorno en que vivimos no es sano, o salimos de él o enfermamos con él para adaptarnos. Urge recuperar la “con-vocación” carismática (n.61) como vínculo identitario y apostólico. Se constata “crisis del sentido de pertenencia (de los consagrados) a las instituciones” (n.15).

Ahora bien, ¿la crisis es de pertenencia o de negarse a encajar? Porque como dice Brene Brown, “pertenecer es lo más opuesto a encajar”. Creo que es un tema candente en nuestra vida religiosa. “Para cumplir la propia vocación es necesario desarrollar, hacer brotar y crecer todo lo que uno es” porque la nuestra es una “vocación de humanidad” (n.53)

¿La normativa y objetivos de la comunidad religiosa están pensados para ayudar a cada hermano a crecer en humanidad? ¿Cómo conjugar la identidad personal de cada uno, con las dinámicas comunitarias, las relaciones mediadas con un superior que genera súbditos, en grupos humanos con ritmos radicalmente distantes y distintos?

Vocación de plenitud

Si en nombre de Dios y en nombre de la fraternidad hay que renunciar al mayor don que Dios nos otorga que es la propia vida en libertad, algo no va bien. Y viceversa. Confundimos individualismo con autonomía. ¿Vivir todos en la misma casa es garantía de fidelidad?, ¿estaríamos siendo infieles a nuestra consagración si diversificáramos los modos de vivir consagrados con un carisma común y en comunión con un cuerpo apostólico mayor?, ¿qué papel juega cada adulto en su propia responsabilidad y fidelidad vital?, ¿por qué seguimos cargando en un/a hermano/a atribuciones propias de alguien que más pareciera estar a cargo de menores de edad que conviviendo con iguales?

Como cristianos hemos recibido una vocación de plenitud. Por eso, vivir plenamente (feliz) no es sólo un derecho, es también un deber. El modo concreto en que vivamos está llamado a reflejar esa plenitud y no una supervivencia resignada. Apostemos por la comunión diversificando los modos de vivirla. Juguémonos la identidad, la pertenencia y la vocación en seguir a Cristo sin reservas; no en si encajamos o no en estructuras de vida (local y global) que para algunos incluso pueden ser un impedimento serio a su fidelidad.

“Redescubrir el significado de la disciplina… y las reglas” (nn.63-64) no es el mejor camino para recuperar el entusiasmo por la comunión. La ley nos ayuda a poner límites y nos protege. Pero nunca será el horizonte que nos lance a la entrega alegre de la propia vida. Ni en lo personal ni en lo institucional. Y es que no hay mayor fidelidad y perseverancia que la que nos da la libertad del amor.

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