En este tiempo que vivimos, que no es peor que otro sino el que nos toca vivir, vemos con cierto desasosiego los sucesos que nuestra realidad nos plantea y muchas veces nos sentimos impotentes o desanimados. Si otros hubieran bajado los brazos antes, nosotros no estaríamos aquí.
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Se habla de muchas maneras de salir a dar esta batalla, como si se tratara de un campo de guerra. Se habla de las grietas que construyen los discursos de otros y nosotros las compramos, poniéndonos en una vereda u otra. Se habla de lo que hay que hacer y estamos paralizados las más de las veces. El papa Francisco nos repetía que nos quedamos enredados en el “habríaqueísmo”. El laberinto de lo que “habría que hacer” no nos deja lugar a lo que puedo, quiero y debo hacer.
Nosotros sabemos que aquel hábito que practicamos constantemente, y que se orienta al bien, trae como efecto el desarrollo de una virtud. Podemos reconocer la virtud porque genera bienestar y da frutos de dignidad, de generosidad, de alegría, de virtuosismo, de solidaridad, de responsabilidad, de compromiso, de templanza, de amor, de tolerancia.
Quienes somos
Somos lo que nuestro cuerpo percibe, siente, escucha y abraza. Somos aquello que nuestra alma sostiene con el pensamiento y habla; las emociones que nos desbordan ante un estímulo; los sentimientos que habitamos y las decisiones que tomamos y nuestra voluntad sostiene. Y somos también aquello que vivimos desde el corazón, donde nuestro espíritu se deja habitar por la intuición que nos ilumina, la conciencia que nos permite discernir en profundidad y la comunión que abraza sin medida ni límite. Con el poder de la voluntad de Dios que es el Amor, todo el Amor y la plenitud del Amor.

Por todo esto que somos, es que podemos y debemos amarnos como Dios nos ama, para que, reconociéndonos en nuestras fragilidades y fortalezas, podamos ver las de aquel otro que es nuestro prójimo. Nadie nos enseñó a amarnos. Y sólo cuando experimentamos el amor pleno de Dios es cuando empezamos a amarnos.
Construcción en presente continuo
Acaso sea la clave para que todo lo que hacemos pueda hacer hábito. Para tender a lo bueno y construir una virtud. Como un buen músico practica incansablemente con su instrumento y llega a ser un virtuoso, nosotros podemos proponernos buenos hábitos que nos lleven a la virtud o podemos dejarnos tomar por lo que no nos hace bien, que es lo mismo que no hace bien a otros.
Empecemos por amarnos. Si verdaderamente nos proponernos el cuidado de sí como hábito –el del cuerpo, el del alma y el del espíritu− y el cuidado del otro, estaríamos construyendo la virtud del cuidado.
Cuidar es sinónimo de amar. Cuando abrazo, visito, sonrío, escucho, atiendo a otro, estoy cuidando y estoy amando. Y tiene resonancias de un ida y vuelta perpetuo. Porque nadie se olvida del abrazo que nos fue dado abrazando.
Y si esto se transformara en una red comunitaria, estaríamos construyendo una cultura del cuidado para nuestro presente y para nuestra Casa Común que es toda la tierra. Educar en el cuidado es sembrar semillas del mejor legado para las futuras generaciones.