Tribuna

Ecología integral

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El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) constató en su informe del 28 de febrero de 2022 que “el cambio climático causado por el ser humano está provocando una disrupción peligrosa y generalizada en la naturaleza y está afectando la vida de miles de millones de personas en todo el mundo”. Eso vale, sobre todo, para las personas en condiciones de pobreza y pobreza extrema. En muchas partes, la tierra se degrada y empobrece cada vez más.



Desde numerosos lugares a nivel global, se escucha “tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49); este clamor exige nuestra respuesta desde la fe cristiana. Ya en el Sínodo Amazónico (2019) se había afirmado: “Ante la situación apremiante del planeta y de la Amazonía, la ecología integral […] es el único camino posible, pues no hay otra senda viable para salvar la región” y, se puede añadir, la tierra como nuestra ‘casa común’ y lugar habitable.

Una ecología integral se caracteriza por fortalecer nuestra conciencia de que en nuestro mundo “todo está conectado” (LS 16 y otros), tanto en sus sinergias positivas que generan y mantienen la vida en su gran diversidad como también en las sinergias negativas que se refuerzan mutuamente en sus impactos dañinos para la vida. En Laudato si’, el Papa nos urge a asumir una ecología integral: esta nos permite comprender que existe una relación estrecha “entre la naturaleza y la sociedad que la habita. […] Estamos incluidos en ella [la naturaleza], somos parte de ella y estamos interpenetrados” (LS 139).

Por esta razón, ante la gran complejidad de la crisis ecológica y del cambio climático, es imprescindible “buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental” (LS 139). Este enfoque debería orientar mucho más todavía nuestra misión y pastoral.

La situación actual reclama que acojamos el llamamiento de Francisco a una urgente conversión socio-ecológica. La práctica de una ecología integral requiere una conversión igualmente integral y demanda una “valiente revolución cultural” (LS 114), es decir, un cambio profundo de los modos de vivir, producir, consumir, de entender y practicar la economía, de diseñar e implementar las políticas públicas correspondientes hacia una vida de “feliz sobriedad” (LS 225); un estilo de vida bio-amigable y sostenible.

Justicia climática

La ecología integral alienta una vida profética y contemplativa, con gratitud por el don de la tierra que es parte de la creación como proyecto de amor de Dios y nos fue confiado para cultivarla y guardarla (Gn 2,15), cuidando la vida en ella, en nuestros hermanos y hermanas y en nosotros. Urge tomar medidas inmediatas para lograr “una reducción sustancial y sostenida de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) y de otros gases de efecto invernadero, [lo que] permitiría limitar el cambio climático”; es una exigencia de justicia climática y de responsabilidad hacia las generaciones futuras.

Una ecología integral nos ayuda a tener presente algo fundamental: “Nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (LS 2). Por ello, lo que sucede con la tierra no es algo ajeno a nosotros, más bien nos afecta directamente y nos concierne.

Una tierra enferma

Una conversión ecológica a la luz de una ecología integral implica necesariamente comprometernos con el bien común y con el cuidado de los bienes comunes, sobre todo de aquellos que son necesarios para la vida (agua potable, aire y suelo no contaminados, etc.). También el clima es un bien común del cual nosotros, los seres humanos, junto con los otros seres vivos dependemos para nuestra supervivencia. La pandemia del COVID-19 ha manifestado que no es posible tener una vida sana en una tierra cada vez más enferma.

La Iglesia, como Pueblo de Dios, al que pertenecemos todos, está llamada a vivir con coherencia la conversión ecológica y a ser un signo creíble del cuidado de la ‘casa común’, contribuyendo en alianza con otros actores, a través de prácticas concretas, a generar una “ciudadanía ecológica” (LS 211).

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