Tribuna

Desafíos de las mujeres en la Iglesia

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El pontificado del papa Francisco, siguiendo las intuiciones de sus predecesores, alienta hacia una más profunda y activa participación de la mujer en la vida de la Iglesia.



Esta conciencia eclesial no se separa del creciente liderazgo femenino en la sociedad civil, más bien son realidades que se complementan, creando un círculo virtuoso de mayor apertura al aporte que brinda el “genio femenino”, expresión usada por primera vez por San Juan Pablo II en ‘Mulieris Dignitatem’, en diversos ámbitos eclesiales y seculares.

Creciente presencia de la mujer en la vida eclesial

Esta realidad permite que las mujeres vayan encontrándose en diversos ambientes, pues cada vez es más común que haya grupos y equipos liderados y conformados por un número significativo de mujeres, siendo que en algunos casos llegan a ser la mayoría. Esta realidad  lleva a preguntarnos si el neologismo sororidad, incorporado a la Real Academia Española en el año 2018, es aplicable y pertinente a la vida eclesial.

El neologismo deriva de sor (hermana) y tiene el deseo de expresar la amistad o afecto entre mujeres, buscando subrayar las relaciones de solidaridad y compañerismo que se da en la hermandad femenina. La segunda ola del feminismo, especialmente en su vertiente norteamericana, tiene un papel fundamental en la difusión de este concepto para referirse a un vínculo de cercanía relacional y de cooperación práctica entre mujeres, en vistas a alcanzar el cumplimiento de las demandas sociales, políticas, raciales y laborales que les son comunes.

La vida cristiana misma tiene como pilar la fraternidad o hermandad, hermoso vínculo humano que va más allá de la sangre y que nace del reconocimiento de que todos somos hijos de un mismo Padre que nos hermana en Cristo. En este sentido, algunos podrían decir que sobra una expresión para referirse únicamente a la hermandad en la fe entre mujeres o incluso que es un término peligroso, posible de crear alianzas que excluyan al varón y genere divisiones.

Puntos de encuentro

El mal uso o exageración de cualquier concepto siempre está al acecho, ante ello tanto la excesiva reserva como el miedo suelen ser malos consejeros. Vale la pena atreverse a buscar puntos de encuentro y diálogo, con la esperanza de hallar iluminaciones que pueden enriquecer la experiencia de fe y compromiso cristiano.

La experiencia misma comprueba que las mujeres que van entablando relación en la vida de la Iglesia tienen mucho en común. Comparten alegrías y dolores, inquietudes y esperanzas, sueños misioneros y frustraciones recogidas en el caminar.

Son madres, hijas, viudas, solteras, religiosas o consagradas. Algunas con mayor formación teológica, otras llenas de la sabiduría y sensatez que da la pastoral de todos los días. Todas reunidas por el mismo amor a Cristo y convencidas de la urgente necesidad de comprometerse hasta las entrañas con cada persona, especialmente con los más pequeños y descartados de la sociedad.

Ejemplos en las Sagradas Escrituras

Los libros sagrados son escuela segura, testimonian la vida del Pueblo de Dios y ofrecen criterios de discernimiento para los desafíos actuales. Y es ahí donde encontramos testimonios potentes como son la amistad y fidelidad entre la joven Rut y la anciana Noemí y el encuentro gozoso entre María, portadora de la Buena Noticia, y su prima Isabel. También hallamos, en aquellas entrelíneas que se pueden percibir en la contemplación de las Escrituras, la solidaridad y compasión de las mujeres que estuvieron al pie de la cruz y la alegría de las mismas cuando fueron gratamente sorprendidas por la inimaginable noticia de la Resurrección.

Rut y Noemí nos dan testimonio del poder de la lealtad en momentos de prueba. La joven moabita abraza la fe de Israel y no abandona a Noemí cuando la desgracia toca sus vidas. Permanece al lado de la anciana, camina con ella largos kilómetros y, sorteando las dificultades del camino, llega a su tierra natal con la esperanza de emprender una nueva etapa de vida.

María sale presurosa al encuentro de su prima. Comparten el gozo de la maternidad y del cumplimiento de la espera de todo Israel. Es enorme su complicidad pues han experimentado que para Dios nada es imposible. Son mujeres sencillas que, al instante en que se miran, pueden comprender la obra grande que se realiza en sus senos. Una es la “bendita entre todas las mujeres”, la otra es madre de aquella voz que gritaría en el desierto, preparando los caminos del Mesías.

También es fuerte la solidaridad que se puede imaginar entre aquellas mujeres que estaban al pie del Calvario. Sufren juntas y en silencio, no pueden hacer nada para detener tremenda injusticia, sólo les queda la compasión y luego de ello la indescriptible alegría de ser testigos de la victoria de Cristo sobre la muerte.

Sororidad sin exclusiones

Estos testimonios bíblicos permiten comprender que es posible una sororidad sin exclusiones o tendencias ideológicas que fracturan la comunión y complementariedad entre varones y mujeres. Es que sus vínculos están fundados en auténticas experiencias religiosas, desde donde el encuentro humano se vuelve íntimo y a la vez abierto a los demás.

Tras sus huellas queda un cometido para toda mujer que hoy compromete su vida con la misión de la Iglesia. Esta es la tarea de reconocernos mutuamente, mirarnos y compartir las experiencias personales en vistas a construir comunidad.

Hay tanto vivido y tanto por vivir. Experiencias comunes y diversas que cuando son compartidas permiten olfatear el soplo del Espíritu que guía al Pueblo de Dios, ayuda a reconocer por dónde caminar en la evangelización y es fuente de consuelo y renovación en aquellos momentos de dificultad.

Es tiempo de promover al interior de la Iglesia espacios donde las mujeres puedan compartir sus experiencias, desde la singularidad de la condición femenina. Promover la creación de redes de intereses comunes, de diálogo y ayuda mutua, instancias donde desde la amistad se gesten sueños de misión para el bien de las comunidades de fe y de la sociedad. Sería sin dudas una expresión de la sinodalidad que hoy resuena fuerte en nuestra Iglesia.


Escrito por Yara Fonseca, vicaria general de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y miembro de la Academia de Líderes Católicos.