“De lo que no se puede hablar hay que callar”: esto lo escribió uno de los tantos Wittgenstein entre 1914 y 1916, haciendo referencia a que lo hallado fuera de los límites de la palabra no puede ser nunca alcanzado y, en cuyo caso, lo más saludable ante esta dificultad es la renuncia a todo aquello que se encuentra más allá de la comprensión humana.
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Comprender, por ejemplo, que existe un universo inabarcable por “el principio de realidad del lenguaje” y con el cual, aparentemente, no hay conexiones o, en todo caso, le resultan complejamente difusas en cuanto a que navegan por otros cauces, por otras esferas de la ¿racionalidad?, dentro de las cuales, al parecer, lo semántico, lo significativo, lo real, no tiene un peso sustancial.
El ser humano necesita, casi imperiosamente, precisar ese borde, ese margen, ese límite, sea imaginario o real, que delimita a la palabra de su otro. Resulta necesario, para poder respirar en este tránsito existencial, alumbrar con las herramientas con que cada uno cuenta la misteriosa profundidad donde habita silente el silencio, ese «algo» que se nos antoja infinito donde reina aquello a lo que Wittgenstein apunta cuando insiste en la cualidad ontológica de lo que no puede ser nombrado.
Un más allá del lenguaje
Intuitivamente, el filósofo vienés siente que hay un más allá en el lenguaje y, por medio de la intuición, busca llegar hasta las fronteras mismas del lenguaje. Ubicar, ubicándose en ese borde misterioso, buscando marcar un nuevo continente. Un mar invisible, dirá Max Colodro, frente al que todo lo dicho y lo escrito por el hombre desde el primer instante no sería más que una breve y diminuta isla, una pequeña y epidérmica porción de la realidad.
El hombre y su universo lingüístico son tan solo un pequeño punto, a veces insignificante, en medio de la vastedad oceánica, profunda e interminable del silencio. Para Wittgenstein, de lo que se trataría entonces es de alcanzar un acercamiento a la naturaleza de esa extensión oceánica, de lograr descubrir las mediaciones y sucesiones que la coimplican con la palabra.
En tal sentido, afirma que la primera articulación entre la palabra y el silencio atraviesa la distinción superficie/profundidad, a partir de la cual lo evidente del lenguaje asoma como un campo plano, superficial y de escasos relieves.
La profundidad, por su parte, brota como el ámbito donde reina el sentido, esa dimensión de significación inmaterial, dirá el filósofo, que da sustancia y contenido a la palabra, pero que permanece siempre en otro lugar, inalcanzable para la materialidad del significante; por ello concluye afirmando que el sentido del mundo tiene que residir fuera de él. Entendiendo sentido como «eso» que se oculta en el subsuelo profundo de la palabra, en una región extraña, virtual si se quiere, de bordes desconocidos y contenido ambivalente.
Un origen indefinido
El sentido no se da de manera simple a la palabra, puesto que no está conformado por ella, sino por una dimensión pre-lingüística que compromete lo que no se puede o se desea expresar. El sentido remite al ser humano frecuentemente a un origen indefinido e impreciso, pero que, definitivamente, abona las condiciones necesarias para que florezca la subjetividad. El sentido, en su exterioridad, puede desnudarse mansamente, pero en su constitutiva hondura no se deja penetrar por la racionalización que imponen los significantes, sus redes y reglas de funcionamiento.
La palabra se lanza entonces a la búsqueda del sentido de sí misma, pero, desafortunadamente, lo hace desde su racionalidad con la finalidad de moldearlo, sin poder alcanzar a percibir que en ese instante el sentido se le escapó de las manos. Una proposición no puede nunca explicitar la totalidad de su sentido, porque el sentido vive ocultándose bajo el formal ropaje de lo explícito, es decir, el sentido es a la palabra lo que Dios es al hombre.
En el silencio se esconde el sentido y el sentido es para el lenguaje un destino visible, pero inalcanzable, evidente solo en la fugacidad de su transitar por la literalidad, pero donde la constatación de su presencia solo puede realizarse a partir de su huella, es decir, desde lo verificable de su ausencia. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y aprendiz del Colegio Mater Salvatoris