Tribuna

Arriesgar el corazón

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Ya hace seis años que, por decisión del papa Francisco, el 22 de julio festejamos a santa María Magdalena. La Iglesia ya no celebra la memoria sino la fiesta litúrgica de la primera mensajera de Cristo Resucitado. Una manera de honrar a la “apóstola de los apóstoles”, según la definió santo Tomás de Aquino.



Esta fiesta para la Magdalena, que nuestro papa Francisco quiso inscribir en el contexto eclesial actual para reflexionar más profundamente sobre la dignidad de la mujer en todo el mundo, sobre la nueva evangelización y sobre el gran misterio de la Misericordia Divina, nos interpela y nos hace contemplar una vez más a quien tanto amó.

Antes de celebrarla, y gracias a una hermana que me invitó a leer El amor de Magdalena ─un anónimo que descubrió Rilke y lo hizo suyo─, vuelvo a meditar sobre esta mujer que no podía prever nada de lo que sucedería después del anuncio de la Resurrección de Jesús, su amado.

Relata Marcos que Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, “se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron”.

¿Le habrá importado o afligido a María Magdalena que no pudieran creerle ante tamaño anuncio? ¿Sería consciente de todo lo que vendría después? ¿Se habrá preguntado algo mientras iba camino a compartir y gritar que había visto a su Raboní? Probablemente no. Todo era asombro y alegría. Ella sólo sabía lo que tenía que hacer. Recibió la petición de su amado Señor y no dudó.

Dice Rilke que Magdalena amó a Jesús en sus tres estados: vivo, muerto y resucitado.

Vivo

Ella lo amó entrañable y concretamente, con el desborde amoroso de la mujer del Cantar. Ella lo amó vivo sin pausas ni demoras.

Lo amó adentrándose en sus propias sombras y en la luz viva de la alegría que le producía su presencia. Supo ser testigo de largas caminatas y de palabras cargadas de enseñanzas, todas ellas pretendidas de divinidad. Dejó todo. Desaprendió de sus posibles comodidades, sin saber cuáles iban a ser los caminos. Sólo podía vivir su extrema necesidad de seguirlo.

Una mujer como cualquier otra, que ama a un hombre que no sabe por qué es diferente a cualquier otro. La atrae, la postra a sus pies, la abisma. No puede comprender mucho de lo que dice y hace. Muchas veces duda. Se queda sin respuestas. Y sigue ahí.

Lo amó vivo con todo su ser tendiente hacia él. Buscándolo.

Y es inevitable preguntarme. ¿Amo a Jesús vivo? ¿Lo amo vivo en mí? ¿Lo busco vivo en mi prójimo? ¿Puedo amarlo vivo cuando me reconozco prójima de mi prójimo?

Muerto

Me acerco al momento del amor en la muerte. La contemplo desde mi propia entraña de mujer. Ella que escuchó los golpes de martillo y, sin comprender este abandono que le hacía Jesús, lo amó a los pies de la Cruz. Lo vio sufriendo, escuchó sus palabras, lo vio muerto, esperó su cuerpo. Derramó lágrimas que nunca hubiera deseado. Sin duda, se hizo tantas preguntas.

Su amor ya no estaba vivo. Su amor había muerto. Ningún consuelo. Su propio cuerpo desgarrado y bañado por la sangre y el agua del costado. Todo era sangre. Todo era muerte.

Sola de la soledad más redonda e inagotable, muriendo con él en cada respiración, buscando un atisbo de vida en algún pedazo del cuerpo, para sentirlo vivo, recordó palabras y gestos. Íntimamente, le reprochó esa entrega inconcebible. ¿Por qué atravesar este martirio que era flagelo para su alma? ¿Por qué no haber sido felices juntos? ¿Por qué razón no pudo retenerlo?

Y otra vez, mis propias dudas. ¿Amo a Jesús colgado de la cruz, desnudo, hablándome y sangrante? ¿Lo amo en su sufrimiento? ¿Me dejo inundar por su agua y su sangre? ¿Amo su cuerpo y su muerte? ¿Qué cruces soy capaz de amar?

Y resucitado

Voy a estar con María Magdalena aquella mañana. En ese momento que decidió ir a verlo aún desconcertada. No podía creer que fuera cierta su muerte. Esa mañana de incrédula premura. La veo tomando aceites. Más allá de todo pensamiento, llevó perfumes para prodigarse una vez más. Aromas para el cuerpo silente de su amado.

No puede más. Corre María, la de Magdala, hermana mía, a entregarse una vez más y pese a todo. Va toda ella hablando interiormente con su amado. Quiere tocar sus pies una vez más. Quiere abrazarlos, asirlos, tomarlos con sus manos, perfumarlos y derramar sobre ellos sus lágrimas. Va en silencio. Sus palabras de mujer amante son sólo para Él. No puede derrochar una sola de ellas en nadie más.

¿Había muerto su amor después de muerto? ¿Podría Él sostenerlo desde el lugar de la no vida? ¿Qué haría ella ahora con este amor desbordado? ¿Aún puede sentir Él su amor impaciente y torpe?

Llega ante el sepulcro de piedra corrida. Se siente extraña. Va más allá. No encuentra el cuerpo. Llora. Ese hombre que no reconoce la llama por su nombre. Sólo él podría llamarla así, con ese acento, con esa manera de pronunciar su nombre amorosa y definitivamente. Todo su ser se estremece. Él está vivo. No ha muerto. Sus manos siempre donadas para él, quieren tocarlo. Sí, retenerlo.

Él le ordenó lo que debía decir a sus discípulos. Imagino su alegría que no le permitió ver que había resucitado. Sólo veía al hombre vivo que ella amaba. Imagino a la mujer que corre más allá de sí misma. Vivo con ella el momento en que sale de su propio vuelo para anunciar que Él estaba vivo para todos.

Siempre más allá

María Magdalena, yendo más allá. Saliendo de sí misma para entregarse entera en ese anuncio. Una mujer que sólo puede encontrarse cuando va más allá, traspasándolo todo. Mientras corre, como loca enamorada, va buceando el misterio con su mente y con su corazón.

Y mientras la imagino, ella misma enaltece mis preguntas. ¿Qué tanto me amo hoy ante mis dudas? ¿Cuáles son los perfumes que estoy dispuesta a donar? ¿Cómo siembro mis resurrecciones cotidianas?

Dicen los que saben que María de Magdala representa lo mejor del corazón de la mujer respecto a Dios.

Yo me digo que arriesgar el corazón como lo hizo ella, es ir más allá.  Y muchas veces, más allá de lo debido.