Tribuna

Ante las elecciones del 23-J: arquitectura política y religiosa

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La política posibilita al ser humano habitar la realidad. Desde luego que no toda la política presenta ese potencial, pero descartarlo de partida sería erradicar sus más esenciales significados: “La política debe ser la gran constructora de caminos, de puentes, de pasos, hacia la dignidad”, escribía José Antonio Marina en ‘Los sueños de la razón’.



Y recojo esta cita por hacer más palpable, desde el inicio, un paralelismo arquitectónico que nos ocupa en este artículo. Es decir: la arquitectura política guarda sus vínculos con esa ingente arquitectura que implica la Iglesia. Esa edificación de puentes que conlleva la labor pontificia adquiere plena relevancia allí donde existen orillas: orillas que estaban distantes, orillas que aproximar, orillas con las que forjar vínculo.

El mundo que nos envuelve no anda escaso de zelotes. Si originariamente el término nos sirvió para designar al integrista religioso, es perceptible su vigencia en otros escenarios. De manera que el zelote político no resulta una rareza. En la esfera pública afloran personajes que ilustran ese severo celo que denota la propia etimología del concepto. El fanático político no admitirá discusión alguna ante su respectivo posicionamiento, pero, a su vez, da un paso añadido: “Hay un fanático allí donde las creencias de los demás se consideran un error que debe ser corregido, si es necesario por la fuerza”, explica Manuel Arias Maldonado en su ‘Abecedario democrático’.

Y añade: “Frente a la pluralidad de voces característica de la sociedad abierta”, el fanático preferirá una sociedad hermética donde solo se propague su incuestionable doctrina. Los fanáticos de unos signos u otros están empecinados en llevar a cabo su misión, y para ello actúan en la calle, o en las redes sociales… o desde el propio seno de las instituciones. En ocasiones se presentan de manera más enmascarada, pero en ellos late un similar afán coactivo.

Los enemigos de la democracia

La polarización, incentivada por ese clima de fanatismo que va prendiendo a unos lados y otros del espectro ideológico, nunca sale gratis. Nunca resulta inocua. El auge de la polarización va erosionando baluartes esenciales del ejercicio democrático. Así se entiende que autores como S. Levitsky y D. Ziblatt subrayen que, en nuestro tiempo, los golpes militares y los estallidos revolucionarios no sean los únicos enemigos de la democracia. Cuando los deterioros son inadvertidos, resultan más corrosivos, como pasaría con “el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales”.

Ambos autores, en su libro ‘Cómo mueren las democracias’, establecen cuatro indicadores de comportamiento autoritario:

  1. rechazar las reglas del juego democrático;
  2. negar la legitimidad de los adversarios políticos;
  3. recurrir a la violencia contra ellos (violencia física y/o violencia bajo otros ropajes y formatos); y
  4. restringir libertades civiles a opositores y medios de comunicación críticos.

En un grado u otro, de forma más o menos explícita, los cuatro puntos vienen encontrando presencia en la política española. Y no es que haya que buscar en grupúsculos marginales que se expresan en la puerta de los lavabos de tal o cual cafetería. Encontramos ejemplos en fuerzas políticas que tienen y han tenido notable representación parlamentaria, e incluso presencia e influencia en gobiernos autonómicos y el Gobierno de España.

(…)

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