Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.127
Nº 3.127

“¡Sed misericordiosos!”. Siete ventanas abiertas a la Pascua

“Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros lo hagáis… Sabiendo esto, dichosos vosotros seréis si lo cumplís” (Jn 13, 1-17)

Ahí estaban todos: ciegos, paralíticos, leprosos, mudos, enfermos, pecadores, marginados, prostitutas, endemoniados… Todos anhelaban misericordia y ternura: el aire fresco que precisan los pobres, los débiles, los frágiles y diferentes… las personas merecedoras de un amor o cariño puro y gratuito.

Habían oído hablar de él, de Jesús de Nazaret. Sus ojos se llenaron de luz cuando lo vieron, y él les habló con palabras que hasta entonces no habían oído; les tocó de tal manera que sus cuerpos comenzaron a existir de forma nueva; caminó con ellos por su mismo camino y lo vieron cansarse, fatigado, sudar y sentarse a reponer fuerzas; en su mirada no tenía lugar la condena ni el juzgar, sino que se adentraba hasta el fondo del alma descubriendo lo que estaba oculto y era una pesada carga de la que nadie hasta ahora tenía noticia; era su secreto y su cruz.

Ahora, ellos están rotos, descolocados, asustados, huérfanos de amor y de protección, pues lo han visto morir crucificado y no tienen consuelo. Ese cuerpo misericordioso es ahora escarnio de los poderosos. ¡Ay, qué angustia! ¡Su Amor muerto en una cruz!

Sin embargo, les han llegado noticias por algunos amigos suyos de que está vivo. Dicen que ha resucitado. Aunque les cuesta creer este mensaje, en su corazón comienza a brillar la esperanza, un nuevo amanecer. El cuerpo misericordioso ahora vuelve a estar, para siempre, entre ellos. Entre los “heridos por la vida”, regresa la luz de la aurora, el almendro florecido.

Y ahora estamos nosotros, tú y yo, seguidores y discípulos misioneros de Jesucristo, los que, bebiendo en el agua viva del Resucitado, en las fuentes del silencio, de la oración, de los sacramentos, de la contemplación y la encarnación en la vida de cada día, en el estar codo a codo con los demás, en el “espesor de la vida”, nos adentramos en las zonas oscuras y doloridas.

Ahora pedimos que la Divina Misericordia transforme todo nuestro cuerpo, transforme nuestro corazón, porque el hombre solo tiene necesidad de anuncios que se corroboren con las obras. Si hablamos hoy de misericordia es porque va acompañada de “obras de misericordia”. Afirmaba san Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos”.

Así, tomando conciencia de nuestro cuerpo, vamos a disponernos a ser misericordiosos, porque la Resurrección de Jesucristo nos envía a ser sus mensajeros con la realidad corporal y espiritual de cada uno de nosotros.


Índice del Pliego

INTRODUCCIÓN

I. ROSTRO

II. OJOS

III. BOCA

IV. OÍDOS

V. MANOS

VI. PIES

VII. CORAZÓN

CONCLUSIÓN

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