Éxodo. Con este término titulamos el segundo libro de la Biblia. En hebreo es llamado “estos son los nombres”. Sí, los nombres de los cabezas de familia de un grupo étnico, “los hijos de Israel”; en total son 12 familias compuestas por unas 70 personas, que emigraron a Egipto huyendo de la sequía y del hambre, buscando una tierra donde vivir y dar de comer a sus hijos.
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Pero el libro del Éxodo no se refiere a estos emigrantes, sino a sus descendientes, forzados en Egipto a realizar pesados trabajos en la construcción y condenados a extinguirse por el mandato de Faraón de exterminar a los niños varones recién nacidos. Ante la amenaza de muerte, Dios ve la aflicción de su pueblo y oye sus gritos. “Conozco bien sus sufrimientos” (Ex 3, 7); y añade: “He descendido para librarlo de las manos de los egipcios y para hacerlo salir de ese país hacia un país bueno y espacioso, una tierra que mana leche y miel” (Ex 3, 8).
Dios se revela a Moisés, un jefe carismático, religioso y legislador, y le manda guiar a este pueblo de prófugos y emigrantes desarraigados y desarrapados hacia una tierra prometida. Una ‘Promesa’ que Dios mantendrá contra toda desesperanza de estos prófugos, aterrorizados por los peligros de tener que alcanzar dicha tierra cruzando el mar y el desierto, padeciendo hambre, sed y miedo, y amenazado por enemigos armados y serpientes venenosas.
Jubileo de la Esperanza
Con la bula ‘Spes non confundit’ (La esperanza no defrauda), el papa Francisco decretó el Jubileo Ordinario del año 2025. Deseaba el Papa que a cuantos participen en este año jubilar se les colme de esperanza el corazón. ¿Por qué de esperanza?
Porque vivimos en un mundo completamente distinto de aquel que las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial definieron en la Conferencia de Yalta (1945). Norteamericanos y soviéticos se dividieron el mundo en dos. Ninguno debía entrar en el espacio del otro y cada uno tenía plena autoridad para actuar como quisiera dentro de su espacio geoestratégico, político, económico y cultural. Fue la llamada “Guerra Fría”, que no fue sino una “paz caliente”.
Pero aquel mundo desapareció con la disolución o suicidio de la Unión Soviética en 1991. En esta nueva situación geoestratégica, los Estados Unidos de América no pueden gobernar solos todo un planeta habitado por más de ocho mil millones de seres humanos, donde, además, han surgido nuevas potencias económicas, religiosas o militares: China, Turquía, Irán y la nueva Rusia, que se niega a ser relegada a “potencia regional” (Obama ‘dixit’) de segundo orden.
Falta de horizonte
Aquel mundo de la segunda mitad del siglo XX, fundado sobre certezas y seguridades políticas, militares, de mercado y de ideologías fuertes ya no existe. Todo ha entrado en una vorágine de falta de horizonte, sin orientación ni significado, sin narrativa. Las grandes instituciones internacionales (ONU, Tribunal de Derechos Humanos de La Haya, FAO…) son inoperantes.
La globalización (esa pretensión norteamericana de haber ganado la Guerra Fría y de que, finalmente, se habría llegado al final de la historia con la implantación de la democracia liberal-representativa-parlamentaria, sostenida por el neoliberalismo económico, en todas las naciones del globo) se ha revelado un bluf y cada nación o individuo campa según sus intereses o gustos subjetivos, generándose un gran desorden global.
Así, el miedo y la inseguridad atenazan los ánimos y las acciones de las personas y de las naciones. De pronto, nos encontramos en un mundo sin esperanza, donde no se sabe qué puede sobrevenir de todo esto.
El fantasma del miedo
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su libro ‘El espíritu de la esperanza. Contra la sociedad del miedo’ (Herder, Barcelona, 2024) explica que en nuestros días merodea el fantasma del miedo. Está de moda el género apocalíptico en el cine, la literatura, los comics, las series de televisión…
Ficciones que predicen guerras, migraciones masivas, atentados terroristas, catástrofes climáticas, crisis sanitarias y pandemias… Historias que escenifican un futuro distópico, que nos hace temer una inminente amenaza de hundimiento y extinción, si no del género humano, sí de nuestra forma de vida occidental basada en el bienestar material y el disfrute de los más variados derechos políticos y sociales, sin que la situación empobrecida del resto del planeta nos genere problemas morales.
Miramos con angustia un futuro amenazador, que nos hace perder la esperanza como actitud básica ante la vida y la historia, arrastrando consigo la virtud sobrenatural de esperar en Dios. Ante tantos problemas que superar y tantas crisis por gestionar, nuestra vida cotidiana se asfixia y se ve reducida a mera supervivencia. Somos, así, una sociedad del cansancio (argumento muy querido para el profesor Han), enferma. Como un enfermo que lucha por sobrevivir.
Desigualdades insuperables
Incluso el régimen político y económico neoliberal de nuestros países occidentales se ha transformado en un régimen del miedo, porque crea desigualdades sociales insuperables, amenazando a todos con perder el estatus social. De tal modo que no se ha cumplido la promesa ilustrada de la abundancia de bienes materiales y felicidad para todos ni, menos aún, la emancipación del hombre.
Ante esta desilusión del progreso ilustrado, asistimos al asalto de los populismos de derecha y a la rabia de los radicalismos de izquierda, que atizan el odio y nos hacen abandonar la solidaridad y la amistad social de aquellos prodigiosos años 60 y 70 del siglo pasado, cuando en la Iglesia posconciliar cantábamos “juntos como hermanos, a un mundo nuevo vamos ya”; y eso otro de “hombres nuevos creadores de la historia”. Ahora, este clima de miedo mata todo germen de esperanza y nos bloquea la posibilidad de pensar en un futuro para todos los pueblos. (…)
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Índice del Pliego
Un mundo completamente distinto
La esperanza: componente antropológico y virtud teologal
Primero, el pintor: Manuel López-Villaseñor
Ahora, la obra: ‘Éxodo. 5’