3 de junio de 303 d. C.
Tercer día antes de las nonas de junio
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Pliego completo solo para suscriptores
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Sus heridas nos han curado
‒Tengo sed ‒susurró Paula con los ojos cerrados.
Alguien le acercó una escudilla y, al dar el primer sorbo, arrugó la cara de dolor. No volvió a intentarlo. Trató entonces de levantar los párpados, pero le escocían de secos que estaban. Incapaz también de sostenerse erguida, se dejó caer de nuevo sobre el heno que le servía de lecho desde los últimos idus.
Deseaba descansar, pero el frío de aquella celda sacudía sin tregua su maltrecho cuerpo, aunque fuera junio. Intentó acurrucarse contra la pared, pero le resultó imposible: la piedra exhalaba humedad y podredumbre y estaba salpicada de las deposiciones de las alimañas que compartían el pan con los presos. Respiró lo más hondo que pudo, se tumbó boca abajo ‒la única postura que soportaba‒ y se sumió en una agitada duermevela.
¿Qué habían hecho esos ángeles para merecer tal tormento?, se preguntaba la mujer a su lado. Sus maternales manos dejaron a tientas la vasija en el suelo y le acariciaron el cuello. Paula había pasado la primera vigilia azotada por la fiebre: a ratos, estremecida; otros, empapada de sudor. Aquel sótano no era lugar para soportar el embate de una infección, y esta vendría pronto si no actuaba.
‒¡No! ¡No dejes que me lleven! ‒balbuceó entre sueños.
Acarició su pelo para calmarla y le oyó decir:
‒… pero si es tu voluntad…
Le costó encontrar las palabras para dirigirse a ella. Sin embargo, la noche empezaba a clarear y debía despertarla.
‒Shhh. Estoy contigo. Estás a salvo ‒logró decir.
‒¿Adriana? ‒preguntó saliendo de las sombras de su mente‒. Estás aquí…
‒Vinimos en cuanto supimos que os habían vuelto a azotar. Te traje esto.
Dejó en su mano una figurita de barro cocido que Paula reconoció:
‒El Buen Pastor. ‒Con una leve sonrisa, se la acercó a los labios, donde amagó un beso.
Adriana la volvió con ternura hacia el otro lado, de modo que no pudiera notar sus lágrimas. Se frotó las palmas para apartar de ellas todo deseo de venganza.
‒Deja que vea lo que te han hecho ‒le dijo.
Cuando la destapó, contuvo el aliento. Sin dar ocasión a la ira, comenzó a aplicar una cataplasma de áloe sobre las marcas de los latigazos, mientras Paula movía la estatuilla entre los dedos. Sus caricias hicieron que se rindiera de nuevo al sueño.
La noche era aún más lúgubre en aquellas mazmorras: sombras funestas se arrastraban con un murmullo de metal y llanto, y el aire era denso y pesado.
La muchacha comenzó a bregar de nuevo en sueños, pronunciando palabras inconexas hasta que abrió los ojos, asustada.
‒¿Dónde está Ciriaco?
‒Está aquí. ¿Lo ves? ‒Adriana le indicó el final de la celda, donde un hombre atendía a alguien postrado en el suelo‒. Lo estamos curando también. Tranquila, mi niña. No te conviene alterarte.
Paula buscó aquellas manos que le acariciaban la espalda y las apretó entre las suyas. Al pararse a verlas, se tapó la cara y rompió a llorar.
‒No temas ‒habló Adriana con voz temblorosa.
La joven tragó saliva y se incorporó con esfuerzo. En su voz quebrada despuntaba un destello de firmeza, después de todo lo soportado… Nunca había visto una fe y una serenidad iguales en alguien de su edad.
‒No. No tengo miedo. “Su vara y su cayado me sosiegan” ‒añadió mientras acariciaba la oveja que la figura de barro portaba sobre sus hombros. Un quejido desvió su atención hasta los barrotes, donde apenas se distinguía a Ciriaco.
‒No he podido acercarme, y no me responde cuando lo llamo. Desde que nos trajeron no quiere rezar. ¿O no puede? ¡Ciriaco! ¡¡Ciriaco!!
Su rostro se encogió, y también sus manos. Adriana la hizo callar con un abrazo en el que comenzó a mecerse. Ahora sabía lo que siente una madre que ve sufrir a su hija, que la ve avanzar hacia el abismo sin lograr retenerla. Y lo mismo le pasaba con Ciriaco. Él, que había atravesado la niebla más densa, era engullido sin remedio por las sombras.
Pasaban tantas cosas fuera… Había acompañado a la muerte a la persona que más quería y conocido secretos que ellos ni siquiera sospechaban. En aquellas tinieblas, con Paula entre sus brazos, todo emergía a la superficie, y el dolor la asfixiaba hasta enmudecerla. Sin embargo, no podía permitirse llorar.
Paula consiguió hablar por ella.
‒El Altísimo confía en nosotros, pero esta cruz es muy pesada…
Adriana besó su frente, que volvía a arder. En un grito orante, respondió:
‒“Mi fuerza y mi poder es el Señor”. Recuérdalo, mi niña.
‒¿Hasta cuándo nos van a tener aquí? ‒inquirió Paula apoyada en su pecho.
‒Mañana iréis de nuevo ante el tribunal. Hacemos lo posible por detener esta locura. Ya hemos conseguido que nos dejen entrar con más frecuencia y esperamos…
Un ruido fuerte las sobresaltó. El soldado que hacía la guardia en los calabozos golpeó la reja con su lanza.
‒¡Mujer! Ve terminando. Han venido a verla y hay que despejar esto.
Adriana se levantó con rabia para responderle. Le sostuvo la mirada hasta que adivinó quién estaba detrás de aquella orden. Su ajado corazón comenzó a percutirle el pecho como una maza. Pudo adivinar el nombre del visitante. Lo había oído en tantas ocasiones los últimos días, en bocas tan distintas y cada vez más aciago, que había llegado a embotarla. ¡Cuánto deseaba ser ella la que pudiera recibirlo y no dejarla, tal como estaba, en manos del mismo diablo! Se tuvo que tragar aquel dolor.
‒¡Hopo! ‒insistió el soldado.
Cerró los ojos. Algo le decía que confiara en la sabiduría que se le había regalado a Paula; que, gracias a ella, el bien se abriría paso al fin. Se sentó a su lado para asegurarle las vendas, cerrarle la túnica y ayudarla a incorporarse.
‒No me dejes… ‒le suplicó en un susurro. Los primeros rayos de sol entraban por el ventanuco, mas sin conseguir airear ni dar calor a aquellas almas que se desperezaban.
‒Tranquila. Vienen a verte. Es mejor que habléis a solas. (…)