Editorial

Suspenso en consenso educativo

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La ausencia de una vacuna o un tratamiento para controlar el coronavirus mantiene la incertidumbre ante cualquier tipo de planificación, por ejemplo, el regreso a las aulas en septiembre.



Después de algunos vaivenes sobre la pertinencia o no de continuar con la enseñanza telemática, el Gobierno ha expuesto las líneas maestras para un retorno presencial con limitación de aforo, dejando en manos de las autonomías su aplicación. Si en el ámbito sanitario urge no dejar nada a la improvisación en los hospitales ante los más que probables rebrotes otoñales, no se entendería que, de cara al nuevo curso escolar, no se llegue con los deberes hechos, esto es, con previsión y alternativas que se anticipen a los posibles escenarios epidemiológicos.

En este contexto se enmarcan las peticiones que, desde Vida Nueva, lanzan a Moncloa diez colectivos vinculados a la comunidad educativa católica. Voces con la legitimidad que otorga vivir como vocación la tarea de educar a más de un millón y medio de alumnos a través de 2.500 colegios y 15 centros universitarios. Porque, si algo ha demostrado una vez más la escuela católica durante la cuarentena es su voluntad de sumar con el Estado desde el compromiso en acompañar a alumnos y padres, especialmente a los más vulnerables, dentro de la innovación pedagógica que ha exigido el escenario digital.

La nueva ley educativa socialista

Lamentablemente, la escuela concertada, a pesar de sus intentos, no ha encontrado la reciprocidad esperable en los ministros de Educación y Universidades, Isabel Celaá y Manuel Castells. Ningún Ejecutivo puede ni debe gobernar al dictado de la Iglesia, pero tampoco puede ignorar a un colectivo que aglutina al menos al 15% del sistema educativo.

Esta unilateralidad de Celaá y Castells ha provocado el desconcierto en la enseñanza pública y en los dirigentes regionales, quienes tienen transferidas las competencias educativas. Máxime cuando, en paralelo a las medidas referentes al coronavirus, se busca acelerar la tramitación de la nueva ley educativa socialista sin el más mínimo consenso político ni consulta con los diversos agentes implicados.

Durante todo su período democrático, España ha sido incapaz de consensuar una política educativa al margen de partidismos que pusiera al alumno en el centro. Todo hace prever que se desvanece otra oportunidad para que esta octava reforma sea fruto del diálogo en aras de una educación inclusiva. Sin embargo, todavía es posible apelar a esa madurez institucional que lleve a remar juntos, que es la base del pacto global auspiciado por el papa Francisco, pacto que Moncloa ha dejado caer que quiere suscribir. Una rúbrica que quedará aguada si en casa es una asignatura pendiente, suspensa.

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