Editorial

Sin miedo a la vulnerabilidad

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La Unión Internacional de Superioras Generales (UISG) ha elegido a su nuevo consejo directivo, con la italiana Nadia Coppa como presidenta. No se trata de una responsabilidad baladí, pues su voz proyecta la de más de 65.000 consagradas, el mayor potencial evangelizador silencioso de Iglesia, no por sus obras, sino por su ser misión al rescate de los más vulnerables, como han reflexionado en su Asamblea General.



Esta entrega incansable, desde las fronteras intelectuales a los rincones invisibilizados de la miseria, está lejos de corresponderse con una representatividad significativa en los foros eclesiales donde se toman decisiones trascendentales. Y no porque las monjas quieran figurar en almanaques de directivos, puesto que la historia ha demostrado que están anestesiadas de todo carrerismo eclesial.

Precisamente, el hecho de no haberse erigido nunca en superheroínas o salvadoras, conscientes de su propia vulnerabilidad, les ha hecho más fuertes; no para mandar, sino para servir más y mejor. Incluso cuando algunos despachos romanos cuestionaban su docilidad y fidelidad creativa para actualizar sus carismas, mientras se apostaba por otras formas de vida aparentemente frescas, pero con un deje nostálgico en fondo y formas que ahora está generando no pocas alertas vaticanas.

Lejos de enrocarse por este agravio institucional o caer en la tentación de aferrarse al inmovilismo, atrapadas en tiempos pasados, su identidad eclesial les llevó a permanecer en comunión. Siempre desde la escucha atenta al Espíritu y con una labor callada marcada por una impronta profundamente conciliar, para responder con la misericordia siempre renovadora del Evangelio a las heridas cambiantes del mundo.

El alma activa de la Iglesia

“Hay una búsqueda de la simplicidad y de la autenticidad, de estar más presentes en la vida de las personas y no tanto dentro de las instituciones”, sentencia Coppa a Vida Nueva sobre el ADN de las religiosas.

Así, sin hacer apenas ruido, se han ganado a pulso la credibilidad que sí les otorga una sociedad secularizada, que ha sabido verificar, como si contara con un polígrafo constante, la autenticidad de su testimonio de fe. Un aprecio que no se queda únicamente en un cariño humanitario y utilitarista, porque a todas aquellas mujeres que contribuyen al bien común en colegios, hospitales, residencias o comedores sociales –entre otras presencias en el mundo desarrollado o en países castigados por la pobreza– se las reconoce como el alma activa de la Iglesia, como esas discípulas misioneras que curan a los Cristos sufrientes de hoy, sin miedo a contagiarse de su vulnerabilidad.

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