Del 7 al 9 de febrero, el recinto del Madrid Arena acogió el Congreso Nacional de Vocaciones, promovido por la Conferencia Episcopal Española, en el que participaron cerca de 3.000 delegados de diócesis, congregaciones y movimientos. Este foro de reflexión se convoca cuando las cifras hablan de un desplome de religiosos y de sacerdotes, pero también de un déficit de laicos comprometidos para asumir el liderazgo eclesial.
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“Es urgente una cultura vocacional porque nos debilitamos”, se entonó en la ponencia colectiva final, con la conciencia clara de promover sin dilación esa conversión misionera que Francisco viene reivindicado y que no siempre ha sido acogida. Esa emergencia evangelizadora no puede resolverse sin llevar a cabo un ejercicio de autocrítica por la desconexión con la sociedad, y justificar la actual sequía echándole la culpa a una sociedad secularizada, que, lejos de ser el origen de esta carestía, es un signo de los tiempos que no se está sabiendo interpretar y optimizar.
Pero, sobre todo, la falta de recursos humanos no puede resolverse de cualquier manera, esto es, ni con una caza furtiva ni con una pesca de arrastre, dos tentaciones todavía presentes en los entornos eclesiales cuando ven vaciarse seminarios, conventos y templos. Estas prácticas, que buscan fichajes de mirlos blancos que no existen, sepultan la conciencia y pasan por alto cualquier protocolo que destape una falta de madurez espiritual y afectiva con tal de sumar fieles a una causa. Resulta sencillo detectarlas, puesto que a menudo se presentan como propuestas seductoras y atrayentes recubiertas de identidades revestidas de hormigón doctrinal. Y a la vista está, ante una oleada reciente de abusos de poder, conciencia y sexuales, que parecen no circunscribirse solo a un pasado remoto.
Por supuesto que no hay candidato ni candidata perfecta al sacerdocio, a la vida consagrada y al laicado, y es preferible huir de quien los busque o de quien se presente como tal. Los verdaderos santos se presentan con sus heridas y debilidades para seguir a Jesús como discípulos misioneros, con la humildad de saberse pecadores y la transparencia de reconocerse como personas en construcción y deconstrucción permanente.
¿Para quién soy?
Precisamente por ello, resulta imprescindible establecer procesos de formación y acompañamiento integrales, que no se agoten con un período de prueba, sino que se extiendan a toda la trayectoria vital. Esto exige abrazar al ser humano en todas sus dimensiones y contar con un discernimiento personal ante Dios y de la mano de la comunidad que permita responder en libertad a la pregunta que vertebra toda vocación: “¿Para quién soy?”.