Editorial

Pacto de fe

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El Papa ha viajado estos días a Kazajistán para participar en el Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales, donde también ha alentado a la minúscula comunidad católica de este país del Asia Central.



Lamentablemente, la ausencia del patriarca ortodoxo Kirill, por su respaldo a la invasión rusa de Putin a Ucrania, ha impedido lanzar una condena global de las principales confesiones contra toda forma de violencia en nombre de Dios en medio de un clima de guerra mundial. Por ello, no debe pasar desapercibido el hecho de que Francisco alertara en la apertura de esta cumbre sobre la urgencia de proteger la libertad religiosa como “un derecho fundamental, primario e inalienable, que no puede limitarse únicamente a la libertad de culto”.

El Papa advirtió del riesgo de que se difumine por el ateísmo imperante en algunos Estados, pero también por el proselitismo y el adoctrinamiento que pueden abanderar los falsos profetas espirituales, con “concepciones reductivas y ruinosas que ofenden el nombre de Dios”.

Ruta del encuentro

Más allá de esta alerta, ofreció a cristianos, musulmanes, judíos, budistas y demás credos presentes en Nursultán las líneas maestras de su pontificado a modo de “nueva ruta del encuentro basada en las relaciones humanas”, para afrontar los desafíos espirituales y sociales comunes a esta era postpandémica. “Seamos conciencias proféticas y valientes, hagámonos prójimos a todos”, les exhortó como ponente principal de la cita.

Los pobres, los migrantes, la paz y la ecología integral se presentan para el Papa como el baremo con el que medir si los creyentes están materializando el plan de Dios, o lo que es lo mismo, “hacerse cargo de la humanidad en todas sus dimensiones, volviéndose artesanos de comunión, testigos de una colaboración que supere los cercos de las propias pertenencias comunes, étnicas, nacionales y religiosas”.

El papa Francisco en el Congreso de las Religiones en Kazajistán

Así, tanto el ecumenismo de la caridad como el diálogo interreligioso, vertebrado en la fraternidad universal, erigen a Francisco en el abanderado oficioso de una alianza de credos que no cuenta con precedente histórico alguno. Dicho de otro modo, el obispo de Roma se pone al servicio para tejer con el hilo invisible de la fe un telar compartido que evite arrinconar al hecho religioso como un elemento caduco y ajeno a la posmodernidad, como un obstáculo para el desarrollo o, peor, como un actor manipulador de conciencias.

Las religiones están llamadas a convertirse en motor de transformación de un mundo que parece a la deriva, para darle una inyección de humanidad –como ha presentado Francisco– a través de “un itinerario de sanación para nuestra sociedad”.

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